Lo más cerca que he estado de Estambul es A Coruña, que para algo dicen que es Turquía. De pequeño, y varias veces. Luego crecí y amagué con leer a Orhan Pamuk. De hecho, en 2006, cuando el Nobel, llegué a comprarme el libro. Creo que sigue en la misma estantería de casa en la que lo coloqué. Sin abrir. Influyó, supongo, ese cuarto de sangre lusa que fluye por mis venas; impulsiva. Luego, bueno, cosas de gallegos.
Hace no tanto me pasó algo parecido (o quizá no tanto). No fue con un libro, sino con una revista. Andaba yo por Madrid caminando cuando me encontré con ese paraíso de letras y fútbol que es La Central. Y entré, claro. A darme un garbeo; y a ver qué pasa. Y entonces me lo encontré a él, y a su mirada inescrutable. No vacilé –raro en mí–, compré. Como quien compra un hotel en su primer movimiento en el juego.
No fue mi única compra, pero sí la más decidida. Tampoco fue mi primera lectura. Pero lo fue. Quizá de aquí a algún tiempo escriba que tengo pendiente de leer una novela negra. A Gay Talese, que, como Pamuk, está en la lista de espera.
Como si la lluvia me importase, me senté en la cafetería en busca de comprender qué tenía de especial aquella barba. Pero nada. Solo alcancé a entender que lo que Arda Turan siente por Estambul es de verdad, y no aquel maldito postureo que empecé yo con dieciocho años. Claro, que es fácil que así sea, teniendo en cuenta que él se crió allí y yo más cerca de Portugal que de la esquina de España donde sus antepasados atracaron.
Dicho esto, la entrevista está bien. Quiero decir; nada tiene que ver el que al terminar de leerla volviera a entrar para ver si quedaba algún imán de nevera de esos con forma de jugador de futbolín y con los colores del Atleti. Me entretuvo, pero no guarda relación alguna con que más tarde hubiera deseado comprar un muñeco y pintarle una barba, como de pequeño hacía con las muñecas de mis primas lusas (a decir verdad, nunca iba más allá del bigote –sí, lo sé; pequeño cabrón–).
De vuelta a casa eché en falta llevar un rotulador encima para volver a mi infancia con el violinista de Sol, con un turco que encontré en el metro –al que estuve a punto de abrazar con pasión– y con la señora que vive al otro lado de la escalera. Incluso me pareció que el chocolate que sobresalía por los laterales de las napolitanas de La Mallorquina era barba, y el azúcar de la parte superior, un otomano con querencia a ocupar el carril del ‘diez’.
Aquella equipación del Atleti
Resguardado del frío, la lluvia y el ardaturanismo, de pronto recordé aquella vez que, de pequeño, mi familia vallecana intentó disuadirme de mi barcelonismo. Mi primo, casi tan merengue como bukanero, aceptó incluso que fuera del Atlético antes que aquella afrenta. Y como sabía que en casa nadie compraba nada que tuviera que ver con el fútbol de allende los lindes de nuestro acentiño, aprovechó para buscar lo que para él era un mal menor: que me hiciera del Atleti.
Hoy puede presumir de haber cumplido el objetivo primordial, que no era otro que evitar tener familia en la culerada. Aunque erró en el otro, quizá a propósito, ya que su manera de hacerme colchonero fue, digamos, particular. Para empezar, no fue demasiado lejos; no más allá de la vuelta de la esquina –o una de tantas esquinas que tiene Entrevías; cuando era pequeño, tenía la sensación de que, en Madrid, todos los caminos llevaban a la casa de mis tíos, y todas las calles eran circundantes–, de una tienda de ropa de cama en la que, quizá con la excusa de que el Atlético de Madrid recibe el apelativo de ‘colchonero’, vendían también camisetas rojiblancas. Y para acabar, en realidad ni tan siquiera fue él quien me compró aquella equipación, sino que conminó a su madre a hacerlo.
Lo llamativo, por llamarlo de algún modo, no fue aquel regate. En el fondo tenía excusa; él, que era conocido en aquel bar de las luces rojas –juro por Dios que no era un puticlub— por la ‘variedad’ de su agenda y por querer al Rayo Vallecano más que a su padre y al Real Madrid casi tanto como a su madre. Lo curioso, por decirlo alguna manera, es que aquella camiseta ni siquiera tenía escudo; ergo podía ser del Atleti, del Logroñés o del Sporting.
«Podré vivir con ello»

Foto: Atlético de Madrid
Por aquel entonces, yo estaba en una época de esas de descubrirse a uno mismo. En mis primeros años, en mi cuarto, había un banderín de ‘La Quinta del Buitre’ que me llevó a aprenderme al dedillo aquello de «las mocitas madrileñas». Por ‘obligación’ quise a Djukic, a pesar de todos los penaltis. Y por sangre y un gol empaticé con Luis Enrique y Caminero. Y como él era colchonero, el Atleti nunca me cayó mal.
¿Cómo hacerlo? Era, sin duda, un equipo de tipos graciosos. Sabas, Mami, Geli, Kiko, Cholo, Reñones, un tren… E Imperioso. ¡Y Gil y Gil! Y tal, y tal. Aunque, por pudor, aquella camiseta me la puse pocas veces. Quizá si hubiese llevado el diez a la espalda… Quizá si por entonces estuviese en el Atlético Arda Turan…
Volviendo a Madrid; me enamoré. Como lo hace de la Luna un gallego, cada noche de una. No fueron muchas, y en realidad fue una sola. Para mi desgracia, madridista. Su padre, me dijo, era todo lo contrario a mi primo; mejor un culé que un colchonero. Yo bromeé, bufanda de El Cholo en mano. Cuando me fui, dejé una nota de mi puño y letra. Aunque la acababa de conocer, fui sincero como nunca lo había sido con una mujer. «Es verdad, el cholismo es de un amigo, yo profeso el ardaturanismo«.
Maldito idiota…
A mí, que me gustan los retos, me dio por pensar que quizá a ella también, y escribí al final de la nota mi número de teléfono (prometo que no dibujé barba a ninguno de los nueve dígitos). Sabedor de que lo había estropeado, quise llorar, y entonces pensé que más se perdió en Estambul; que en el fondo era peor para ella.
Me vi en el Gran Bazar cayendo en el engaño de un hombre con la cara poblada de vello. De un tío con el ‘diez’ a la espalda, de aspecto más bien rudo, pero de palabra y regate de terciopelo. Me imaginé disfrutando del fútbol de Arda, con una camiseta no de imitación, como si fuera el Vicente Calderón mi casa y la rojiblanca mi bandera; recitando el «¡que viva mi Atleti!» y otros versos de Sabina.
Me pareció escuchar mi nombre, me giré, y allí estaba ella. «Podré vivir con ello», susurró. Como Turan con Diego. Como el ‘Galata’ sin su capitán. Como su padre sin la gasolinera. No pude, en fin, más que disfrutar; volver a caer. De aquella mujer nunca más supe, pero desde entonces, por culpa de aquella revista, todas las mañanas pinto una barba en el espejo. Y me prometo que, por fin, leeré a Pamuk.