Llegamos al Coliseum, como si la última tribu de Judá fuéramos. Bien es cierto que, tras un buen rato cavilando, me di cuenta de que, al menos, no nos tirarían a los leones, como en ‘La Catedral’ (o por lo menos eso esperábamos).
La rutina del calentamiento, siempre monótona, se acercaba. Esta vez, en cambio, no sería un elemento más que desechar a la hora de recordar el partido. Tras el trote, las primeras voces. Ya estirando pude intuir quién era semejante megáfono humano: un aficionado blanquivioleta que vociferaba una y otra vez, como si de la repetición sacara provecho, aquello de «¡vamos, Pucela!».
No cogía aliento, fue constante su acompañamiento durante todo nuestro calentamiento. Más sorprendente que esto, si cabe, fueron sus palabras, siempre las mismas. Una y otra vez repetía: «¡Vamos, Pucela!». Me fijé en él, me fijé mucho en él.
Era un hombre de estatura media, algo horondo y con el pelo muy corto, tal vez para disimular su incipiente alopecia. Vestía el chándal del equipo, pero no el de este, sino el del año pasado (lo cual no me sorprendió para nada, y no por la naturaleza de vestir cómodo). Me acerqué a realizar los últimos estiramientos antes del rondo junto a Javi, que era el que más cerca estaba del susodicho.
Vi en el aficionado un rostro afable, una expresión inusitada de energía. Parecía que su reiterado grito de ánimo era la única válvula de escape que poseía para no acabar explotando con tan desmesurada vitalidad. Se le veía ilusionado, casi iluminado, pero con una ilusión diferente a la de un niño, más cercana a la comprensión de algo que no podía yo atisbar, en ese instante, qué era. Un reposado y sosegado rostro. El hombre parecía estar en el mismísimo cielo mientras nos vitoreaba, y el escenario era todo lo contrario.
Ese campo es un desierto, un vergel de soledad. Parece ser el purgatorio de Primera División. El día que juegue en semejante cementerio cada quince días, habrá llegado la hora de plantearme muy seriamente abandonar esto, ya que carecerá de sentido.
La orfandad de aquellas butacas me abstrajo absolutamente de todo lo demás. Es un sumidero de sensaciones. Sin duda, si no estás acostumbrado a aquel panorama, puede que se te haga raro. Mucho se quejan algunos de la que es nuestra casa, pero ni en las peores noches del más crudo invierno se hielan los huesos tanto como se podían helar aquí. Ningún hálito que mantenga tu calor.
Le pregunté a Javi si se había fijado. Él, concentrado ya para el partido, me contestó que a qué me refería. «Nada, nada», le respondí yo. Y nada era. Giré la cabeza por última vez para encontrar al ya intrigante aficionado, pero ya no estaba. Lo busqué bien por la grada, de un vistazo rápido pero efectivo, y aunque podía identificar fácilmente a cada persona que allí se hallaba, no lo vi. Me olvidé de él, empezaba el partido.
La suerte es un factor determinante en cualquier aspecto, y yo siempre digo que es para quien la encuentra, no para quien la busca. Concibo como muy absurdo el pensar que con solo buscar algo, se consigue. La suerte es la delgada línea entre el sí y el no, y así llegó nuestro primer gol. Tras abrazarme con mis compañeros y besar esa testa que tanto nos ha dado, pensé en lo alegre que estaría ahora el pucelano que nos animaba en el calentamiento. No me había acorado de él hasta ahora.
Los fallos de los compañeros, en muchas ocasiones, duelen más que los propios. En estos, al menos, sabes a ciencia cierta lo que ha pasado, porque ha sido culpa tuya, y tratas de enmendarlo en la siguiente ocasión, o, al menos, de que ciertas situaciones no puedan volver a ocurrir. Es una lástima que estas cosas nos estuvieran sucediendo últimamente tan a menudo, pero hay que convivir con ello. Empate a uno y fin del primer tiempo.
Antes de encarar la bocana de vestuarios, me acordé de él. Miré hacia donde lo vi por primera y última vez, y allí estaba. Al principio me entristeció mucho el hecho de no poder estar brindándole una victoria momentánea. Pero le oí, le oí de nuevo gritar: «¡Vamos, Pucela!», y me di cuenta de cómo ganar este partido, de cómo devolverle todo su ánimo, todo su apoyo.
Cogí a los chicos y les dije: «¡Vamos, Pucela!, ¡Vamos» Pucela!, joder. Todos juntos, todos juntos de aquí hasta el final. Tenemos las espaldas cubiertas, sabemos qué es lo que debemos hacer y cómo ejecutarlo. Hasta el final, todos juntos. ¡Vamos Pucela!». Un general y atronador «¡vamos!» respondió, y fuimos.
Corrimos, presionamos, y nos ayudamos… como nunca. En cambio, el resultado seguía siendo el de tantas veces. Sabíamos que lo estábamos haciendo, sabíamos que este era el camino, pero cuando la pelotita no entra, no hay más razones.
La suerte no hay que buscarla, sino que encontrarla. Hay gente predispuesta para hacerlo. Gente que quizás no destaque demasiado en hacer otro tipo de cosas, personas que incluso no destacan en nada verdaderamente aprovechable, pero ahí estaba. Vestía del mismo color que yo, y había marcado. ¡Qué alegría!, era gol.
¡Gol!, sí señor. Íbamos por delante, y con nuestra constancia y el «¡vamos, Pucela!» sonando de fondo en nuestras cabezas, no costó llevarse la victoria. Afortunadamente, tras el pitido del árbitro, llovía menos. Me acordé entonces del aficionado del principio, y quise ir a saludarlo, pero de nuevo, no estaba donde imaginaba que estaría. No importó demasiado, habíamos conseguido un triunfo grandísimo y el vestuario era un alivio y un gozo. El viaje de vuelta a casa sería una delicia.
A mí me gusta siempre controlar un poco mis emociones y sensaciones, quizás sea la edad, y también, reflexionar sobre el partido en el bus de vuelta. Con la cabeza apoyada en la ventana del autobús y escuchando Leiva, muy bajito, para que mi cerebro no lo asimile, me disponía a recrearme en los recuerdos del día. Lo primero que me vino a la mente fue la cara de ese aficionado que parecía un auténtico fantasma, desapareciendo y apareciendo a su antojo. Que le vaya bonito, pensé.
La vida son momentos, y los recuerdos parecen ser las anécdotas más circunstanciales. Justo antes de arrancar, noté que alguien golpeaba el cristal desde fuera. No esperaba que fuera la afición rival apedreando el autobús, así que miré para saber quién era. Siempre hay que complacer al aficionado. Esta vez, sería yo el complacido.
¡Era él!, la cara afable que durante un calentamiento completo marcó la melodía a seguir poco después, durante el partido. Me sonreí, me emocioné. Entonces, colocó su mano extendida sobre el cristal, y yo, hice lo mismo. Un segundo de conexión brutal. Un instante mágico que solo fue interrumpido por un enérgico «¡vamos, Pucela!» que alguien vociferó desde la parte delantera del autobús.
Miré un instante hacia adelante para ver quien había sido el de tan acertada voz, pero no logré distinguirlo. En cambio, vi como cada uno de mis compañeros empezaba cantar aquello de «¡vamos, Pucela!», y también vi en sus caras la misma expresión que observé en el rostro del aficionado fantasma durante el calentamiento. Eso es felicidad, eso es ilusión, eso es alegría.
Me giré rápidamente para verlo de nuevo, pero otra vez había desaparecido. En el cristal solo aparecía, solitaria, mi mano. Entonces me di cuenta. Él nos había dado la victoria, él fue la suerte de aquel día, él fue quien hizo que un grito nos acompañara durante todo el viaje, hasta final de temporada. Él hizo el «¡vamos, Pucela!», y, como si nada, nunca más supe de él, nunca más volví a verlo, pese a tenerlo cada partido en el corazón, y cada quince días a escasos metros de mí.