La era de dominio de Xavi Hernández va enseñando, como por debajo de la mesa, su ocaso. Fàbregas, quien comenzó como mediocentro para pasar a mediapunta y congeniar con el gol, es su relevo.
Estos dos hermanos residían en Barcelona, pero procedían de localidades adyacentes a la gran Ciudad Condal. No sentían temor alguno por separarse de su gente para conducir sus propias vidas e incluso las de quienes los rodeaban, fuera de los terrenos de juego y en el verde.
Uno, más alto y joven que el otro, solía despertarse un poco después que su hermano mayor, quien, a través de un rostro imperturbable, apenas dejaba escapar su irritación por la espera en la mesa de una estrecha cocina que exponía el Camp Nou, en el horizonte. El mayor se llamaba Xavier; el más bisoño, Francesc.
Masticando con monotonía y quietud los cereales de bolas arrojados en su cuenco con forma de balón, Xavi exclamó, casi murmurando, a Cesc:
— ¡Otra vez vas a llegar tarde, eres un anárquico!
El gesto de Francesc desvelaba una indiferencia acompañada de una sutil media sonrisa con la que pretendía soslayar todas las dificultades que sobrevolaban sobre él. Terminó de forma apresurada sus galletas rotas sobre el vaso de leche –prefería ese cóctel a los cereales de su hermano – y avisó a Xavi de que no tenía tiempo que perder.
Éste sentía la necesidad de controlar todos sus pasos, encaminarle hacia una educación ortodoxa y recta, casi rígida, pero en cada segundo las diferencias entre ambos minaban la fe en que pudiera conseguirlo. Cesc vivía una vida vertical. No miraba hacia atrás ni para recordar su pasado.
El anhelo por autorrealizarse lo precipitaba, en bastantes ocasiones, al error del inexperto. Pero él no lo era y pertenecía a ese grupo de personas que construyen en base a fallar y que levantan la mano en una masa de desconfianza y desconocimiento, aun a riesgo de no conocer la respuesta.
Xavi respondía a otro temperamento. Siempre sabía comportarse en cualquier celebración o reunión social y, desde pequeño, era considerado como uno de esos niños mayores que, envueltos en algo de grandilocuencia, recitaban las capitales de los países africanos.
Aunque supiera convivir con el barro, nunca saldría en las fotos de equipo con ropas roídas ni medias bajadas. Sus triunfos siempre los edificaba desde el suelo, con una exigencia constante que no dejaba pestañear a la anomalía ni respirar al arrebato.
Y a Cesc le importaba poco, aunque sabía que, antes o después, tendría que observar a Xavi si quería alcanzar las mismas cotas que él. Es decir, controlar su vida y la de quienes los rodean. Desde distintos prismas.
Aunque Cesc elija el teatro callejero al de butaca y el cine en versión original al doblado, la esencia es la misma. El fin, idéntico.
* El periodista deportivo Martí Perarnau escribió hace casi un año en su magazine: «Cesc Fàbregas aterrizó para asegurar la continuidad de la batuta. ¿Eso qué es? No es interpretar la partitura con el mismo tempo, sino hacerlo a otro ritmo pero respetando todas las notas».
Martí alude a la partitura para perpetuar el modelo del FC Barcelona, pero a otro ritmo, con más ingredientes. Imprevisibles, expuestos a la equivocación, a la verticalidad. Una vida no tan controlada que puede desembocar, al fin y al cabo, en lo que siempre hemos buscado. A ver lo que les rodea y a quienes los rodean de muchas otras maneras.