Jesús Moreno habla del paso de José Luis Sánchez Capdevila por Valladolid, un jugador al que se le recuerda por uno de los no goles más bonitos vistos en Zorrilla.
José Luis Sánchez Capdevila probablemente nunca sería el primer futbolista que elegiríamos para nuestra formación si los equipos se crearan, como los niños en el recreo, echando a pies. Y, en ocasiones, ni siquiera estaría entre los once de la gloria, pues se trataba de un futbolista que sin ser suspender en nada, tampoco era un notable, y por desgracia en el fútbol, profesionalizado y meticuloso, medido y milimetrado, cada vez se deja más de lado el jugador diésel y fiable y se busca el especialista capaz de resolver un partido en un segundo.
Sin embargo, el fichaje de Capdevila fue de esos que, para un club de la categoría de plata como era en su momento el Real Valladolid, debería ilusionar entre sus aficionados, porque supuso tener de nuestro lado aquel que tantas diabluras nos había hecho jugando enfrente apenas unos meses atrás.
Quizá el destino nunca fue el mejor aliado de la carrera profesional de José Luis Sánchez Capdevila. Un jornalero de la gloria que hubo de labrarse su sino esfuerzo a esfuerzo, entrenamiento a entrenamiento, partido a partido, pero que siempre se quedó a esa pulgada que diría Tony D’Amato de conseguir marcar una época en el club donde jugase.
A veces superado por el canterano Asier y otras por el consagrado Jonathan Sesma, Capdevila podía no estar entre los once jugadores escogidos por Mendilibar, pero, si el número doce debería estar reservado –casi por norma legal– a la afición, convendremos que el aragonés pasaría a convertirse en el guerrero número trece de ese grupo soldados disciplinados, como si de una centuria romana se tratara, en los que el técnico de Zaldivar convirtió al Real Valladolid de aquellos años.
Injustamente, José Luis Sánchez Capdevila es uno de esos jugadores que siempre serán recordados en Zorrilla más por lo que pudo llegar a ser que por lo que fue. Y no es que fuera poco en este club, pues nos encontramos ante una especie de autor intelectual del gol que abrió el marcador en aquel glorioso partido del ascenso en Tenerife, donde un centro suyo acaba en gol de Víctor tras quedar el balón rechazado; e incluso, y a pesar de reñido con la suerte, dejará para siempre –como hiciera Pelé– un no gol de desde el centro del campo que, quizá para diferenciarse del brasileño, o quizá porque él sí fue capaz de anotarlo en su momento desde esa distancia, Capdevila quiso no marcarlo de rabona.