Quizá no lo sepa, pero hubo un tiempo en el que Iván Ferreiro estaba tan arraigado a su tierra que cantaba en gallego. Fue antes de hacerse un nombre como integrante de Los Piratas, claro. Luego se olvidó del jabalí enorme que daba nombre a aquel programa en el que Ferreiro homenajeaba al bocata y el futbolín, ese invento tan propio como el concepto de «malo será».
Recuerdo que sonaba ‘Años 80’ cuando dijo adiós. Y que en realidad no dijo adiós, porque sabe que adiós se le dice a los muertos. O eso creen quienes le mostraron la España de los noventa subidos en un viejo tractor que llevaba por nombre Lendoiro.
Quizá es que después de aquello conoció mundo. Y ya se sabe que, cuando uno conoce mundo, si no es oriundo del mismo Rianxo o del alfoz, lo normal es que abra los ojos a la ciudad, en lugar de cerrarlos y dejarse poseer por la morriña, por un arraigo tal que bien podría casarse con el verde y el barro y no abandonarlos ni siquiera después de que la parca reclame su cuerpo.
Aunque, bien visto, también puede deberse a que Valladolid no es A Coruña, y el concepto de saudade, tan propio de la cultura galaico-portuguesa, en la meseta, se desconoce. Aunque en Castilla exista el terruño, no es igual el arraigo. Más bien al contrario. Son cada vez más los que emigran a la capital en busca del capital que aquí se les niega.
Definitivamente no, Castilla no es Galicia. Ni se le parece. Vamos, ni por asomo. En Galicia los hombres se dan a la mar. Aquí, a Madrid, que huele peor y hay peor tráfico. Y a veces también las mujeres. ¡Qué diferentes! Allí la mujer, desde hace siglos, cuando no hay cosa mejor que hacer, teje una red. Viene a ser, al marinero, algo así como Internet al ordenador.
En mi caso, conocí una vez a un hombre que decía que era pobre porque se le había caído la maleta al mar, lo que venía a significar que había naufragado en su intento de forrarse en escamas y pesetas en un tiempo en el que Oubiña -Borja no, Laureano; a los vigueses hay que quererlos bien- bien habría merecido un Guantánamo.
Cada vez que contaba aquella historia, recuerdo que en la cara de su mujer se dibujaba un explícito vai o carallo. Y es de entender. Tantos años sola, con el marido fuera de casa, para que él convierta la honradez en un mal negocio. Aunque, hablando con ella, descubrí que no le interesaba el tráfico -ni tan siquiera se llegó a sacar el carnet de conducir-. Solo había echado de menos a su pareja.
Así son los gallegos, decía. Su nación, histórica, es la melancolía. Su escudo, la incertidumbre.
A decir verdad, no sé por qué hablo en tercera persona. Yo también echo de menos. Yo también soy gallego. La maleta perdida era la de mi abuelo, que en gloria esté, y la expresión de reprobación de mi abuela. Por ella sé de buena tinta que habría preferido un marido en tierra que un pobre marinero lejos. Pero a él le gustaba viajar. Vaya, que, de arraigo, nada. O sí, pero menos. Él lo tuvo, pero ya retirado; ya castigado.
Así es el hombre. Con honrosas y respetables excepciones, aventurero por excelencia. Tan capaz de perder una maleta llena de prosperidad como de dejar en tierra a un amor con el que se sabe feliz. Por una ambición de esas que el más humilde consideraría avaricia; de esas que rompen sacos.
Pero hay que entendernos. No por mirar al horizonte amamos menos lo que tenemos cerca. Aunque a veces ellas creen que así es, que no las queremos. Y es posible que ocurra también a la inversa. Que un «quiero más» suyo sea interpretado por alguno de nosotros por un «no quiero». Pero no tiene por qué ser así. Aunque a alguno le cueste creerlo, el amor no es solo en compañía.
Mi abuelo quiso con locura a mi abuela hasta el día de su muerte. Aun con la distancia, aun con mi trabajo y con mis cosas, yo también quise a una novia a la que tuve lejos. Y estoy convencido de que el serbio que aprendió a ser español junto al mar, Miroslav Djukic, quiere al Real Valladolid. De que se enamoró de él como de él lo hizo Valladolid. Pero Djukic también quiere viajar; conocer mundo.
Eran otros los tiempos en los que mi abuelo anduvo embarcado. Difíciles. Francos. O solo uno. Una época en la que estaba tan mal visto intentar curar a saudade con otro amor como hoy lo está la retrógrada creencia de que la homosexualidad es una enfermedad con cura. Eran diferentes los tiempos, pero también los plazos. Pero porque no era el fútbol lo suyo, claro.
Hoy, entre tanta modernidad, me imagino a mi abuela mandándole a mi abuelo un WhatsApp diciendo «te echaré de menos hoy». Y a él sonriendo, y contestando con una foto de ese horizonte que quiere alcanzar, de esa ambición que llenará una maleta que, tarde o temprano, convertirá los peces en iPhones y iPads. Y esperando. Siempre esperando. ¿No lo hizo entonces?
El ruego que hizo la afición a Djukic en el último partido del año en casa fue una seña de que aún no se había ido y ya le estaba echando de menos. Al otro lado de la pantalla, la sonrisa esbozada fue una puerta a la esperanza, aunque sin abrir, ya que el modo en que el serbio jugó a ser gallego más tarde fue el pestillo inalcanzable que impidió al pequeño de la casa recibir a la dichosa mujer.
Y como nadie abrió a la esperanza, esta se dio la vuelta y se fue, creyendo no ser querida. Como tampoco se siente hoy querido Valladolid, o al menos parte. Como si de verdad la distancia fuera el olvido. Y no. Porque los tiempos cambian. Y el fútbol, decía, es distinto al amor. Y en él, la mujer no puede esperar a su chico embarcado, por más que le quiera. Por eso, en este caso, el «te echaré de menos hoy» sí es una despedida.
O quizá no, quién sabe. Puede que sea solo un hasta luego. Quizá algún día Djukic también pierda la maleta y vuelva. Y entonces contará cómo le fue mientras alguien le dice con la mirada vai o carallo, a la vez que le ama.