Llevo meses bloqueado, atrapado, en una frase de Javier Marías. No es sobre los enamoramientos, sino más bien todo lo contrario, en este corazón tan blanco y violeta. La cita se corresponde con su obra ‘Salvajes y sentimentales’. ‘Letras de fútbol’ y la glosa el periodista deportivo Ramon Besa en ‘Cada mesa, un Vietnam’, un manual editado por JotDown e imprescindible para periodistas, plumillas y demás suicidas laborales por vocación. “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”, escribió el dichoso Marías, que con semejante sentencia me empujó a una bifurcación mental al final de la cual hay sendos precipicios: la una, que el calendario galopa por banda y provoca que socarronas cejas se enarquen cuando me presento como joven; la otra, que los domingos ya no disfruto del fútbol, menos aún los viernes por la noche, en horario de ir al Burguer King tras ver ‘Noche en el museo’ en los cines Broadway, o los sábados a la hora cuando solía ir a comer a casa de mis abuelos.
El Real Valladolid me ha secuestrado los últimos coletazos del síndrome de Peter Pan. Comencé a darme cuenta del rapto en el inefable año pasado, con Paulo Pezzolano al mando en Segunda División. Los jóvenes reales o los autoproclamados como yo nos hemos tristemente acostumbrado a demasiadas campañas en Segunda y, por puro darwinismo, nos hemos adaptado a la mediocridad y acaba uno consolándose con ese ojalá suprimible gen castellano de la resignación. “En Segunda se gana más y metemos más goles”, “hay desplazamientos bonitos como a Oviedo” o “el abono es más barato y hay menos colas”, recitan cada temporada menos irónicamente los estoicos blanquivioleta que se dejan las perras en renovar con su ‘secuestrador’. La campaña pasada fue un suplicio. Otras veces, como con Pacheta o Djukic, la División de Plata tenía su rollo. Incluso con Luis César Sampedro o Sergio González -Dios me perdone- vivimos algo de rock and roll en el segundo peldaño del fútbol español. El curso pasado, más allá del feliz desenlace, fue como tragarse un bocadillo de polvorones entre agosto y mayo.
No hay nada más triste que anticipar la catástrofe, porque ni siquiera hay margen para que esta te sacuda y fingir cierto grado de asombro. ¿Quién en Zorrilla dudaba en agosto que en marzo estaríamos más o menos así, en el inframundo de la tabla? Esta afición ha padecido lo inenarrable y seguirá haciéndolo ocupe quien ocupe el palco o el banquillo, solo que los baremos de sufrimiento oscilan hasta cierto punto. Se admite, qué pena escribirlo, un descenso; no se tolera un bochorno. Se acepta, qué duro verbalizarlo, perder alguna vez de goleada; nadie acata normalizar la debacle. Por primera vez en mis diecisiete años de abonado cogí con ganas la Navidad, sinónimo de dos semanas largas sin fútbol. Un Boxing Day me hubiera radicalizado. Primera puñalada sobre la frase de Marías. La segunda, en la previa del Betis. Me sorprendí en la fan zone, entre chavales con la blanquivioleta en la mejilla y el musicote resonando en el aparcamiento a lo Fabrik, sin ilusión por ocupar mi escaño en Zorrilla. Asistí, cómo no, porque salvo absoluta causa de fuerza mayor no he dejado de ir al estadio durante mis tiempos de socio. Ese día, pese al presagio, ganamos. Sí, en plural, porque aquí las victorias, y especialmente las derrotas, son de todos. Cómo explicarle a alguien libre del virus pucelano que los lunes son un suplicio si el finde hubo derrota; por eso las jornadas del viernes duelen más.
Me sobrecoge que quedan muchas jornadas como para abordarlas sin ilusión. Se me hace imposible esta larga secuencia de tortura china, sea televisada o en directo, sin sentir una mínima ilusión, un pequeño gusanillo al berrear el himno bufanda en alto. Jamás pensé que se me quitarían las ganas de fútbol, de mi, nuestro, Real Valladolid. Será que nos estamos haciendo mayores.