Verde y Guardiola sacuden todo el pesimismo y revierten todos los detalles adversos con dos goles que voltean el inicial del Eibar
Que no hay un entrenador ‘más Premier’ en España que José Luis Mendilibar es algo que el Real Valladolid ya sabía. Por si acaso, su Eibar, quizá junto al Getafe el único equipo de autor que queda vivo en Primera después de la destitución de Pablo Machín en el Sevilla, le recordó en Ipurua que la intensidad, allí, es más de la casa que la señora que antes del partido limpiaba el balcón desde el que puede oír los gritos de gol. Seguramente lo que no esperaba es que después de escuchar la celebración del tanto de Orellana era que le llegasen los ecos de la remontada pucelana.
En contra de las pobres puestas en escena de otros días, esta vez los de Sergio González extremaron cautelas desde el principio. Más que eso, incluso salieron a tratar de dominar donde tan difícil es hacerlo. Y es que el cuadro armero te somete, te exige, por la brega, por las disputas continuas, con centros laterales y la búsqueda de segundas jugadas. Aun así, el buen arranque permitió gozar incluso de varias ocasiones.
A los blanquivioletas les costaba retener el balón, pero tampoco enredaban con él, a sabiendas de lo que podía provocar una pérdida. A los diez minutos, Sergi Guardiola se plantó frente a Dmitrovic y marcó, otra vez, como las dos que lo hizo contra el Real Madrid, en fuera de juego. Fue la primera advertencia. La segunda, la cortó Arbilla cuando el propio Guardiola cedió para el disparo de Anuar, que tendría otra más tarde. Y Keko y Plano también lo intentaron mansamente.
Por falta de generar no fue, aunque al tiempo que se producía esa concatenación de intentos también el Eibar fue ganando algo de peso. A lo suyo, exigiendo con esos envíos directos, con los centros laterales, los balones dirigidos hacia las búsquedas de las prolongaciones de Charles y de Sergi Enrich. Orellana con un testarazo en una acción a balón parado y dos ex como Rubén Peña y Joan Jordán fueron quienes intentaron con mayor ahínco conseguir batir a Masip, tenso pero no sobreexigido antes del entretiempo.
Poco a poco los eibarreses habían comenzado a cargar la mitad del campo del Real Valladolid, ancheando el campo jugando con un factor: los laterales son profundos y los extremos propios, pero capaces de aparecer por dentro. Los puntas empujan tanto a los centrales que a fuerza de estirar el tapiz a lo ancho a lo largo, aparecen espacios para la aparición del ala contrario a aquel lado por el que transcurre el juego. Y así llegó el uno a cero.
Si durante la primera mitad el juego había transcurrido más por el sector derecho, en la segunda Mendi siguió viendo cómo el ataque se desarrollaba sobre todo por la banda de los banquillos. Y por esta llegó el tanto. Apareció por dentro Orellana, se desasió de Alcaraz con un eslalon y pasó frente a Míchel, que, impasible, ni intentó pararlo. El chileno abrió a banda, donde José Ángel y Cururella hicieron dos para uno a Keko, con Moyano ocupando una zona intermedia y tierra de nadie. José Ángel la puso pasada al segundo palo y Charles ganó la batalla aérea, Sergi Enrich intentó rematar de tacón y, la tocara o no, lo cierto es que el balón pasó por delante de Masip. Y Orellana –¡Orellana!– remató la jugada que él mismo había comenzado. Sin marca. Sin nadie que le hubiera seguido. Con Nacho, igual que Moyano, desubicado. Con Míchel esperando que vuelva Paco Lobatón y lo encuentre en «Quién sabe dónde».
Tras el VAR, la locura… y la justicia
La reacción desde el banco pasó por recobrar con la entrada de Ünal la idea primigenia del 4-4-2, la que ha usado con más frecuencia Sergio González desde su llegada al Real Valladolid. Al delantero turco, que desespera cada vez que sale a la hinchada, no se le puede negar que lo intentara; al menos eso. Pero con intentarlo no basta. No basta con que dispare flojito como cuando se la dio Plano desde la izquierda. Tampoco con el testarazo desviado en respuesta al centro de Guardiola. Hacía falta más y salió Verde.
Y es que la consistencia en el fútbol la da el dominio de las áreas, y el Pucela llevaba semanas desangrándose. Se sostuvo gracias a que Masip se agrandó ante Sergi Enrich para evitar el segundo, pero, como siempre, sus dificultades para obrar el gol estaban siendo manifiestas. Los detalles, los putos detalles –con perdón– parecían estar en su contra. Dicen, Dios aprieta pero no ahoga. Por lo menos no a quien, como el Pucela, lo merece. A quien lo merece tanto como Sergio González, puesto en alguna pequeña duda después de obrar milagros.
El VAR, el hasta ahora maldito VAR, entró en escena cuando Óscar Plano picó al espacio, elevó el balón y se perdió fuera mientras Dmitrovic le clavaba los tacos. El juego se paró, porque el penalti parecía evidente pero parecía que el madrileño podría haber arrancado por milímetros en fuera de juego. Sin embargo, después de varios minutos de espera, Medié Jiménez se acercó a la pantalla e Ipurua y Valladolid empezaron a temblar. Y lo que vio el árbitro era que sí, que había penalti. Coño, penalti. Después de fallar cinco de cinco. Ufff…
La videotecnología venía siendo esquiva, pero ya no. Las penas habían sido máximas por todos los errores. Pero de repente Verde, con temple y nervios de acero, empató. «No es un mal empate», podía pensar cualquiera, visto lo visto, como se pensó también con el día del Villarreal. Pero el resoplido de alivio no acabó con la histeria: lo mejor estaba por llegar. Si la moneda hasta ahora había caído siempre de cruz, como cuando la tostada cae por el lado de la mermelada, esta vez no. Esta vez fue cara.
Efectivamente, el punto no era malo, pero Sergi Guardiola quería más. Después de tres goles anulados, de un disparo al palo contra el Real Madrid, de una asistencia culminada por Anuar en Zorrilla y de otra que no aprovechó Ünal tiempo antes, el punta balear se encaminó hacia la puerta de Dmitrovic emparejado con Ramis. Y ante el guardameta balcánico, un toque sutil y maestro obró la remontada.
Seguramente la derrota no fuera justo para el Eibar (que no caía como local desde la primera jornada), pero sí que al fin al Pucela le saliera algo bien. Y, de repente, cuando todo parecía ir encaminado hacia otra desdicha, todo aquello que hasta ahora había resultado adverso se dio la vuelta y sonrió, como sonrió cada blanquivioleta con el pitido final. Todo el nerviosismo, todo el pesimismo reciente, fueron sacudidos como seguramente la señora que limpiaba el balcón sacudió el polvo de la alfombra por la ventana a primera hora de la mañana.
La victoria rompe con la mala racha de siete partidos sin conseguirla y demuestra que hay vida, y bien sabido es que mientras la haya habrá esperanza. El mismo tiempo que quedaba para mal ahora queda para bien. El triunfo hay que contextualizarlo como uno más, sí, pero como el más importante de toda la temporada. El que permitirá respirar durante el parón y quizá, ojalá, recobrar la confianza que lleve a la permanencia.