El Real Valladolid volteó el gol inicial de Manucho para imponerse a un ramplón Rayo Vallecano gracias a dos genialidades en forma de asistencia del valenciano
Hay futbolistas que son sencillamente especiales; que están tocados por una varita. Que incluso en días malos, o en días aparentemente normales, son capaces de cambiar el signo a un partido.
Alrededor todo puede acontecer con tedio, e incluso resultar ellos anodinos, o peor aún, apáticos. Pero de repente sucede algo que rompe la monotonía y agita el alma del aficionado. De repente… pasan cosas. Llega la inspiración y el fútbol se torna luz, alegría.
Por más que los manuales intenten codificar el arte, este siempre brotará espontáneo. Y por más que un rival intente acallar los ecos del distinto, impedir o devolver al genio a su lámpara, este siempre podrá encontrar un recoveco mediante el cual colarse y ser eso, luz y alegría para aquel que tiene la suerte de sentir los colores que viste.
Si Andrés Montes –en paz esté– levantara la cabeza y le diera por ver partidos como el que enfrentó a Real Valladolid y Rayo Vallecano, seguramente se replantearía aquella pregunta que se solía hacer de por qué todos los genios sonríen igual al ver que no todos lo hacen. Los hay que ni siquiera esbozan una sonrisa, que, en su concentración y en su proceso de creación, parecen serios; caso de Míchel, quien es capaz de hacer que pasen cosas como si no se lo propusiera, con gesto apocado.
Así, como si en realidad no fuera con él, el mediapunta valenciano resultó decisivo para que su equipo remontara el tanto inicial de Manucho y para que la puntuación global subiera enteros por el solo hecho del triunfo. Seguramente de no ser por sus dos acciones brillantes que derivaron en los goles de José y Juan Villar se daría por pobre la actuación general debido al elevado peso del error fatal de André Leão que derivó en el gol del angoleño.
Si con alguien podía darse la ‘ley del ex’ (o mejor dicho, la pena del mismo) era sin duda alguna el conjunto dirigido por los hermanos Baraja, dos de ellos, entrenadores del africano, de Javi Guerra y de los ausentes Patrick Ebert y Johan Mojica. Pero tal fue el peso de Míchel que borró –al menos de momento– el mal fario. Aunque costó. Vaya si costó.
Todo aquello que sucedió al cero a uno y hasta el descanso fue pobre. Después del prometedor inicio del Rayo, el Real Valladolid se hizo con el dominio del esférico de una manera casi incontestable. Los vallecanos pasaron de buscar hacerse fuertes en campo rival acumulando en él hasta cinco jugadores a poner en liza un repliegue cada vez más cercano a su área.
Parapetados en las inmediaciones del arco de Gazzaniga no pasaron demasiados apuros, toda vez que los intentos de generar ocasiones por parte de los integrantes del rombo rival eran casi vanos. La buena disposición defensiva sobre la meta del cancerbero argentino permitía que el balón llegara limpio a la zona de tres cuartos, donde se producía un atasco que ni la M-30 en hora punta. Sin embargo, el arquero hizo dos paradas de mérito que bien pudieron suponer el empate antes del tiempo de asueto.
Posiblemente debido a la acumulación de posesión los blanquivioletas no merecieron ir al descanso por debajo, pero tampoco era su juego de un gran nivel. Se fajaban lo de Paco Herrera en intentar demostrar que es mentira que por la boca muera el pez; que el rombo fracase por su idiosincrasia. Sin éxito: aquello iba camino de un déjà vu.
Pero entonces Míchel se puso el bombín para recitar a Sabina y decirle a la maldita ley del embudo «no valgo menos que tú». Supo leer que del ataco se podía salir mediante atajo, dando una orientación más vertical a lo que hasta entonces habían sido pases de seguridad y en esa zona en la que la defensa franjirroja buscaba hacerse fuerte, sobre la cal que delimitaba las dependencias de su meta.
Como quien conduce en la barraca de los coches de choque y entiende que para salir del atolladero en el que hay metidos otros muchos conductores, dio, de alguna manera, marcha atrás. Retrocedió metros, sobre todo a raíz de la salida del campo de Álex López, y fue decisivo. También, debido a su magia. Porque solo siendo un hábil prestidigitador uno es capaz de crear la jugada que José convirtió en el uno a uno.
Aquello pasó sobrepasada por poco la hora de juego. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro minutos más tarde el valenciano se inventó, cuan trilero, pillo y listo, el segundo gol, el del postrero triunfo. Aprovechó del enredo de un cada vez más venido a menos Rayo Vallecano para sacar veloz una falta que acertó a dar con ‘El Duende de Aroche’ y Juan Villar no perdonó.
Y con las mismas recogió su varita, como si fuera un bolígrafo extensible o una simple ilusión y el fútbol se murió. No así el interés ni la tensión, puesto que, aunque atropellados, los de Rubén Baraja intentaron salvar siquiera un punto. Y a pesar de lo que para la categoría se podría considerar una constelación de estrellas, fue tan pobre el intento y había crecido tanto en confianza el Pucela que apenas hubo un par de ocasiones.
Ahora; las que hubo… A sabiendas de que todavía andaba por allí Manucho y de que además había saltado Javi Guerra al campo, el aficionado del Real Valladolid no se confió hasta que López Amaya. Antes tuvo que emitir un último resoplido provocado por un remate del malacitano que quedó en nada debido a la magistral intervención de Pau Torres, que elevó su nota con el paradón.
La victoria a la postre se puede considerar merecida, debido a que los de Paco Herrera quisieron más y, como demuestran los goles, también mejor. No obstante, si de alguien es mérito la suma de tres nuevos puntos es de Míchel, que se los regaló a sí mismo en otra confirmación de su ambición y condición de estrella de un equipo que debe seguir buscando ser regular. Para empezar, en Girona, plaza difícil.