Anuar y Julio culminan el trabajo del Promesas en forma de ascenso, gracias a un agónico gol cuando mayor era el sufrimiento del equipo y a una pena máxima detenida a falta de tres minutos para el final
Algo tiene el fútbol que enloquece a quien le presta en algún momento de su vida un mínimo de atención. Incluso los más eruditos acaban abrazando la pasión del balompié gracias a un factor, el del caos, que embriaga, capaz de hipnotizar como lo hacen los malabares del circo al pequeño. Puede uno sufrir por unos colores más que por un familiar o tras una ruptura y experimentar el mayor de sus orgasmos.
Hay quien no le encuentra razón, y es ahí donde radica parte de su magia. Si fuera una ciencia exacta, probablemente no engancharía tanto. Si existiera un único camino, una sola vía para alcanzar el éxito, perdería algo que le es intrínseco, la competitividad y el afán de superación. Son, quienes lo practican, los héroes del siglo XXI, aun a pesar de la élite que los aborrece. ¿Opio? Bendito…
Ese algo caótico, ese punto de imprevisible, se acrecienta cuando uno tuerce, que diría un brasileño, por un equipo pequeño. Es, su alegría, la del pobre. Escasa, como el alimento en tiempos de guerra. Pero sabroso como el cocido de la abuela en pleno invierno. Por eso, a pesar del descenso sufrido por el Real Valladolid el fin de semana pasado, el ascenso del Promesas a Segunda B se paladea como un rico postre.
No viene a paliar la desgracia, ni mucho menos, pero lo que es dulce nunca amargó. Y, después de años en Tercera División, tocaba acercar los polos. Solo de esa manera se entendería que a algún entrenador le diera por sentirse atraído por la cantera. O, bueno, solo no, pero… Pero este no es el momento de hablar de eso, sino del mérito del Promesas, el que tienen y el logrado. Aunque primero vamos con el partido.
Se puso en contra desde el inicio, ya que al Somozas le faltó solo decidir que tenían que salir al campo de blanco y verde y con dos goles a favor. Su determinación, envidiable, no fue de la mano del fútbol, pero tampoco lo necesitaron. Marcaron en el primer minuto y el gol fue anulado, pero volvieron a hacerlo en el tercero y vieron cómo a la eliminatoria se le iba cambiando el acento por el gallego.
No por marcar pronto aplacaron los ánimos. Si acaso, fueron más pacientes, que puede parecer lo mismo, pero no lo es. La zona trasera llegó a amenazar con sacar de la goma de los pantalones la lavadora, y la vanguardia, con rematarla. Y los centrocampistas, como si fueran los espartanos de las filas traseras, empujaban ávidos de gol, y solo les faltaba echar sal para arrasarlo todo a su paso.
Ante este panorama, a los blanquivioletas les temblaron las canillas. A veces, por nervios. Otras, porque el rival no se anduvo con chiquitas. Paró el juego cada vez que los de Torres Gómez quisieron hilvanar y a base de fe se impusieron una y otra vez en cada balón dividido y en los que no lo eran. Vaya, que se pusieron en un plan en el que, si se llegan a poner, igual hasta mueven la montaña que tenían delante.
En este juego se perdieron Amaro y Rubén Díaz. Sobre sus cabezas volaron rechaces de su defensa y pases en largo de los del rival, que por entonces iban hacia los costados. Allí, Juanjo y Zubi se veían obligados a bregar y acompañar a sus parejas de baile. Y hacia allí debieron moverse, cubo en mano, Anuar y Alberto a achicar agua y tapar agujeros.
En el descanso, el Somozas debió descansar mucho. Solo así se entiende que corrieran en el tramo inicial de la segunda mitad tanto o más que en el de la primera. Fueron los abusones que llegan a la plaza del barrio a echar a los pequeños, por el solo hecho de ser mayores, hasta que uno les salió respondón, Anuar, a quien podrían haber mandado corriendo de vuelta a Valladolid detrás del autobús que llegaría con aire en los pulmones.
Recogió el rechace de un disparo de Rubén Díaz, a quien los aires de Galicia le sentaron como a Ronaldo, que un buen día decidió convertirse en manada de elefantes delante de la defensa del Compostela. Arrancó en un costado, el izquierdo. En honor a la verdad, con menos metros por delante, pero si hubiese culminado la jugada en gol, nadie podría negarle que el tanto era como aquel del gordito en versión granadina.
Pero vaya, que no marcó. Que tuvo que ser el podenco ceutí quien lo hiciera, previo tropiezo del cuero en un rival. Pero, qué carallo, de rebote también valen. Y al Somozas le faltó bajar las orejas, marcharse y dejar que los niños jugasen a gusto. No lo hicieron porque ahí estaba el árbitro para recordar que debían sacar de centro. Y por ahí arriba andaba Manuel Candocia, su malogrado presidente, para decirles que aún se podía.
Así, volvieron a bombear balones, ahora más bien frontales y repelidos también por Pesca, hasta que uno dio en la mano de Fran No, a falta de tres minutos para el final, y el colegiado del encuentro señaló penalti. Luis Ángel lo tiró y Julio lo despejó, como quien se quita de encima un complejo, un miedo o una granada, y con la parada los aficionados blanquivioletas desplazados –pocos– soltaron de un soplido el aire que habían cogido.
Si alguien tenía que ser, debía ser Julio, un chico de Valladolid, del Valladolid, de la casa. Como Anuar, que ya es uno más en la ciudad. Como lo son todos los chicos que han formado parte del Promesas ascensor, solo por cómo se han repuesto y luchado contra viento y marea, en un año difícil, como recordaba Carlos Suárez a la conclusión del partido, para conseguir convertir el sueño en realidad.
El máximo mandatario del club, como no podía ser de otro modo, se mostró contento con el devenir de los hechos, ya que a pesar de la derrota, el Promesas, con Anuar y con Julio, con Alberto y con Rubén Díaz, Juanjo y Juanmi y tantos otros, es de La B. De la de verdad, la española, la que mola; la categoría de bronce del fútbol español, en la que militarán el año próximo con total merecimiento.