Osasuna y Real Valladolid empatan a nada en El Sadar en un feo encuentro
«Iremos a Pamplona con el cuchillo entre los dientes», vino a decir Jaime una vez concluyó el partido del domingo pasado ante el Valencia, en el que el Real Valladolid sumó un punto de dudosa validez. Era aquel Valencia un equipo suelto, ligero, fácil de meterle mano, a pesar de lo que pueda parecer tras su posterior exhibición europea, pero es el Real Valladolid un caballero de esos que no soban, al menos en la primera cita. No se pasó un pelo con Pizzi y, por más que las declaraciones de intenciones dijeran previamente otra cosa, tampoco en su segundo encuentro con Javi Gracia.
Es más, a tenor de los catorce empates que han cosechado por los de Juan Ignacio Martínez en lo que va de temporada, puede decirse que no es el blanquivioleta un equipo muy lanzado. Más bien al contrario, es ese amigo al que todas quieren, pero ninguna como novio; ese que tantas fantas paga y tan pocos cuerpos desnuda.
Volviendo a la frasecilla de Jaime, al cuchillo entre los dientes, y yendo ya al grano en lo que fue el partido ante Osasuna, conviene describir el estilete como de pega, sin hoja ni punta. Es de percepción inútil, como intentar cortar un chuletón con el cuchillo del pescado o el jamón con el de la cocinilla de juguete de tu prima. Si es que de verdad es cuchillo, claro. Porque así visto, a lo mejor, viendo el efecto que provoca en el rival, bien podría ser cuchara.
Aun jugándose la vida, los vallisoletanos resultaron inofensivos ante un conjunto, el rojillo, que tampoco anda mucho mejor. Pudo, empero, llevarse los tres puntos de no ser por una nueva actuación brillante de Jaime, que sacó el gol de las botas a un Cejudo que también envió un balón al travesaño. Pero, vaya, que tampoco hizo muchos méritos para alzarse con el triunfo.
Porque, de por sí, carece de juego. Es rocoso, pero poquito más. Vive del acierto de Riera y de la inspiración momentánea, casi errada, de alguno de sus compañeros. Pero sucede que tampoco el Pucela es mucho más. Ha vivido de los goles de Javi Guerra durante mucho tiempo, lo que les ha permitido llegar con hálito a este tramo final de campaña. Ahora, con el malacitano extenuado, solo queda rezar porque haya tres peores –que puede haberlos–.
No quiere decir esto que no se crea. Mientras haya vida hay esperanza, que diría aquel, y hasta que se exhale el último aliento, la derrota será solo una opción, una posibilidad tan real como la meta alcanzada. Pero, para qué engañarnos, por más que el equipo volviera a sumar, y por más que volviera a estar a un solo golpe de suerte de ganar, si está donde está es por méritos propios y por demérito rival.
Contra Osasuna, otra vez, faltó calidad. En la zona ancha, que no acaba de explotar, y en los tres cuartos, donde habita un señor que dice ser Óscar González, pero que más bien parece ser su doble para las escenas de riesgo. Bergdich y Larsson son válidos para la batalla, pero la presencia, el fútbol, debe estar en los pies de otros. Otros que bien no están –o estuvieron– o bien no existen.
Y aun así casi marca Valiente al final y provoca un estallido. Y, con todo, Víctor Pérez pudo marcar un gol olímpico. Y, bueno, el equipo compitió, lo que a estas alturas es el mínimo exigible. Se quedó, otra vez, en el juego aislado, deslabazado e incluso incongruente, pues no supo controlar con Óscar en la mediapunta ni mostrar voracidad y verticalidad con Manucho en el campo.
El empate, a la postre, hizo méritos a lo que Real Valladolid y Osasuna enseñaron; poco, reflejo de lo que de verdad son. El partido, feo, demostró que de nada sirve las palabras y los cuchillos sin las primeras no se tornan en hechos y los segundos no cortan. O, peor aún: que en la oscuridad de ultratumba, la que acecha y ensombrece el presente y el futuro de los dos equipos, no se sabe si lo que tienen son cuchillos o cucharas.