Un excelso Real Valladolid puede con el FC Barcelona en su mejor partido del año, gracias al gol de Rossi y a un planteamiento y disciplina sobrecogedores

Reconoció Juan Ignacio Martínez después de la derrota en San Mamés, allá por enero, que su Real Valladolid estaba «un poco enfermito». Días más tarde, el equipo ganó en Zorrilla al Villarreal y explicó que había subido ya a planta, que los tres puntos podían ser un bálsamo que marcase una línea a seguir. Aunque luego no lo fue, o no al menos del todo. Pero la victoria lograda ante el Fútbol Club Barcelona debe serlo. A la fuerza. Por lo que viene y por cómo se produjo.
Allí donde otros hablan del estado del césped, de encuentros en la tercera fase o de solo el perdedor, ha de reconocerse el mérito de un conjunto cuyo coste es la décima parte que el que ha supuesto el astro del caído. Que no es que uno quiera hacer demagogia, ojo, pero oiga, puestos a hablar, no está de más recordar el valor de Neymar o de otros activos que si no engordan más las cuentas es, simple y llanamente, porque son de La Masía.
Que no es que necesariamente haya que hablar de esto, pero, en fin, que por más que se empeñe alguno en ponerle ruedas a la abuela, de ningún modo se convertirá esta en una bicicleta.
O, dicho en castellano antiguo: que, por más que otros no quieran hacer justicia para con el Real Valladolid y autocrítica consigo mismos, hay mucho de mérito en el triunfo y de demérito en la derrota. Principalmente, y ahora sí hablaremos en castellano meridiano, en lo que a cojones –con perdón– respecta. Pero mejor vayamos por partes.
Otra vez, y ya van unas cuantas, antes del partido Juan Ignacio sorprendió con el once. Volvía a girar la tuerca en busca del punto de sujeción que permitiera la llegada de resultados favorables con la introducción de Marc Valiente en el centro del campo y de Zakarya Bergdich en el costado izquierdo, un doble lateral añejo que inventó –o puso de moda– Gregorio Manzano.
«Reservón» era la palabra más repetida en la mente de los aficionados blanquivioletas, no sin motivo, aunque quizá sí sin razón, tal y como luego se comprobó. Como en alguna que otra ocasión, en los albores del curso, utilizaba a seis defensas, uno de ellos en el centro del campo, poblado. Y lo porfiaba todo a vaya usted a saber el qué. Un qué que resultó ser fútbol e intensidad.
Tampoco vamos a mentir. El balón fue del Barcelona, como más tarde demostrarían estadistas e iluminados varios. El fútbol, en cambio, permutó de bando y se vistió de blanco y violeta. La apuesta por Fausto Rossi –luego hablaremos de él– en el lado derecho suponía una mentira y ayudaba a que la incomodidad culé fuera un hecho. Él, Rubio, Valiente y Bergdich se fajaron porque Busquets, Xavi y Cesc no la tocasen, ayudados por un solidario bloque.
Sin tino ni profundidad, los de ‘El Tata’ Martino torcieron el morro más que corrieron, y como los de Juan Ignacio corrían más, pasó lo que tenía que pasar, que el mando se fue con el que más hacía por él. A pesar de acumular jugadores dentro, el Real Valladolid volvió a mentir a la hora de atacar, girándose hacia la hiperactividad de ‘Caballo Loco’, a veces, y otras hacia la autopista en que convirtió Rukavina su banda.
Y así llegó varias veces; unas con un ligero marchamo de gol y otras menos diáfanas. Bergdich enloqueció a Dani Alves, Rukavina aprovechó una y otra vez la soledad de Adriano y, en la media, Valiente fue solidez y Rubio dio una clase magistral de tackling a la vez que secundaba a ‘Il Imperatore’, que venía a la zona central en busca del desconcierto y de una línea más recta con la portería de Valdés.
‘Imperatore del mio cuore’
Mención aparte, decíamos, se debe hacer al partido perpetrado por Fausto Rossi. Y no solo por el gol. Este llegó tras un rechace provocado por una acción a balón parado, que recogió en el área para batir limpio a Víctor Valdés con un derechazo. Pero fue más. Mucho más.
Desde su posición de interior, decíamos, buscaba la parte central del terreno de juego para favorecer el movimiento en carrera de Toni Rukavina en su costado y convertirse en un interior lanzador, casi mediapunta. No partió del carril del diez, pero apareció por esa zona en multitud de ocasiones. Otras, quizá las menos, pero no menos efectivas, apareció en un pasillo interior que convirtió en tierra de nadie, ya que no era seguido por Neymar, indolente, ni por Fàbregas, desaparecido. Y, por si esto fuera poco, fue línea de pase por delante del balón como recurso de desahogo.
Cuando Manucho estuvo en el campo, fue él la principal bocanada de aire. Ante cualquier coyuntura, solo había que levantar la cabeza y tener un poco de tino en el balón largo. Con su salida, y la entrada de Valdet Rama, el cuero se dirigía raso hacia el albano-kosovar o el italiano, a la vez que Óscar y Guerra estiraban el campo.
Pero volvamos a ‘Il Imperatore’. Para decir que, más allá de su fútbol, de calidad, es corazón. Uno que dibujó a la grada de Zorrilla cuando marcó y que se dejó hasta el último aliento. Es tan contagioso que, si fuera de Las Delicias, provocaría manifestaciones para pedir para él un puesto vitalicio en el once y, probablemente, un brazalete.
Sucede que vino de Italia, y que quizá la vieja señora a la que pertenece tenga otros designios para él. Lástima. Cuando toque, se llevará corazones, no rotos, ni solo de mujeres, también enteros y varoniles, en reconocimiento a su pelea en buena lid, que diría un himno, y a su lucha, afán y entrega, que diría el otro.
Un sufrimiento que no fue tal
El Barça, aun en la espiral autodesctructiva que forma parte de su seny, hoy reverdecida, es siempre el Barça. A la fuerza, terminó dominando no solo el balón, sino también el espacio, aunque deslavazado. ‘El Tata’ había salido con todo lo que tenía, teniendo en cuenta la obligada ausencia de Iniesta y que arriba solo le caben tres, pero, en la medida que le fue posible, quemó naves.
Metió a Alexis por Cesc, a Sergi Roberto por Piqué y a Tello por Neymar para conformar un fruto desesperado que su equipo no terminó de interpretar. Sergio Busquets pasó a ser central y Xavi Hernández el pivote, pero no se acabó de entender si el apagado Messi era interior en un 4-3-3 o mediapunta en un 4-2-3-1.
Entre el público hubo miradas cuando Marc Valiente se lesionó y tuvo que entrar Lluís Sastre en su sustitución. La permuta no modificó una pizca la seguridad de la falange. El balear se aplicó con un rigor espartano, como si llevase sobre el césped desde el minuto uno, y Sergi Roberto no se mostró ni alegre ni con vuelo. Ni los otros dos refrescos, ocultos tras el buen hacer de la línea defensiva blanquivioleta.
Pero, en fin, el Barça es el Barça, decíamos. Y había que temerle, que ya se sabe cómo son estas cosas. Pero el gol no se barruntó, no digamos ya la remontada. Tanto fue así que más de uno y de dos culés se fueron del estadio antes de que el partido terminase, cabizbajo y entre pensamientos de «gracias; vuelva usted mañana».
Si hubo quien interpretó bien la fe contraria, en que la victoria debía ser incluso más abultada, fue sin duda Javi Guerra. El malacitano leyó el partido como pocos, tanto en los apoyos, como en la ruptura como en ser el respirador que el equipo necesitaba en defensa cuando el tiempo ya apremiaba. Así, pudo dar la puntilla, como Óscar en los minutos finales. Pero no hizo falta.
Con el pitido final, Zorrilla explotó de júbilo. Antes ya lo había hecho de éxtasis y esfuerzo, el de un plantel entregado a una causa y a la idea expuesta por su técnico, que resultó genial. Estalló y creó una atmósfera que grita que sí, que se puede, que así sí. Se mostró imperial, en la grada y sobre el césped. Unido –¡y que dure!–, comandado por un italiano soberano que tiene en Juan Ignacio a un capitán genial en la estrategia y en su vestuario una tropa que quizá no salvaría el paso de las Termópilas, pero que, si se lo propone, seguro salvará la categoría.