‘El Tata’ logró, en su regreso a Newell’s, devolver a ‘La Lepra’ una gloria que ya alcanzó como jugador

Cuando Marcelo Bielsa firmó por el Athletic Club, se publicó por fin en España ‘La vida por el fútbol’, la más amplia y fidedigna de las biografías escritas sobre ‘El Loco’.
Fue entonces cuando quien escribe se dio de bruces no solo con el genio, sino con la leyenda; con aquel a quien idolatran en el Parque Independencia y con la Fe que profesan hacia quienes les encumbran en una tierra llamada Santa. A miles de kilómetros, la ciudad de Rosario resulta embriagadora. Respira y vive fútbol.
Cuando uno es solo un número dentro de la clase media, y encima tiene vértigo, no le queda más que lamentarse y soñar con, quizá, algún día superar los miedos, dinero mediante. A menos que sea futbolero y aficionado a juegos del estilo Football Manager, en cuyo caso, decide ponerse al frente de uno de los clubes de la ciudad de turno.
Por aquel entonces, el Real Valladolid estaba en Segunda, y el Racing en Primera. Y, como esa adolescente que pide a su madre que le deje ir al concierto del grupo teenager de moda, un servidor se plantó en El Sardinero, cuando tocó, y tembló, también, cuan quinceañera antes de que ‘El Loco’ firmara el libro que llevaba en las manos.
Entretanto, nombres como los de Lucas Bernardi, ‘El Negro’ Figueroa o Pablo Pérez, hoy jugador del Málaga, habían empezado ya a aparecer reiteradamente en el dichoso virtual gestor de clubes –que no en esa página que, según la Liga de Fútbol Profesional, daña a nuestros equipos–. Era una plantilla atractiva, con una base con futuro, y, el fútbol argentino, una extravagancia desconocida.
Al otro lado del charco, los malos resultados, unidos a la oportunidad que entrañaba que pudiera dirigir al plantel ‘El Tata’ Martino, considerado mejor jugador de la historia de Newell’s, le abrieron la puerta de entrada al hoy entrenador del Fútbol Club Barcelona a un técnico que lo había sido todo en Paraguay. Consiguió el objetivo por el que fue contratado, eludir ‘La B’, con un exblanquivioleta en sus filas, el volante central Diego Mateo.
Foto: Diario Uno
Retornar y campeonar
Martino fue el primero, pero no el único en volver. Meses después, antes del comienzo del Torneo Inicial, retornaron también Maxi ‘La Fiera’ Rodríguez, Nacho Scocco y otro produzco de las divisiones inferiores que, como Mateo, había dado el salto al fútbol europeo de la mano del Real Valladolid, Gabi Heinze.
Estos fichajes, junto a la irrupción de Nahuel ‘El Patón’ Guzmán o la llegada de Marcos Cáceres –a quien el DT había dirigido en la selección paraguaya– dieron un salto cualitativo a ‘La Lepra’, que alcanzó el subcampeonato en el Torneo Inicial y campeonó en el Final, a la vez que iba avanzando rondas en la Copa Libertadores.
Pero, por encima de los resultados, se encontraban las sensaciones. Y es que aquel equipo rojinegro desplegaba un fútbol muy atractivo, de toque y de ritmo, en una liga en la que los tiempos eran –y son– lentos y cuya calidad, tanto en lo individual como en cuanto a las capacidades combinativas –incluso de los planteles punteros–, lleva años en franco deterioro.
Martino volvió a ser –si alguna vez dejó de serlo– el ídolo y el ideal. La encarnación de un sentir que trasciende lo fútbolístico: que el arte no está reñido con el carácter rosarino, pasional y entregado, encerrado en su día en el ‘Newell’s, Carajo!’ que profirió Marcelo Bielsa a los cuatro vientos y que resume uno de los principales lemas de la hinchada leprosa, «huevo, garra y corazón».
Siempre Tata
La hinchada más popular, como se autoproclama la afición de Newell’s, santifica en cada partido a sus viejos ídolos, la práctica totalidad, salida de sus divisiones inferiores. De estas emergió la figura de Gerardo Martino allá por 1980, cuando debutó con tan solo diecisiete años. Centrocampista técnico, buen pasador y con una excepcional lectura del juego, se convirtió en referencia antes y después de Bielsa; en el campeonato conseguido en 1988 y en los éxitos posteriores, ya a las órdenes de El Loco.
No vistió la albiceleste en más que un puñado de ocasiones, pero, por palmarés, y por las veces que defendió la remera rojinegra, en Rosario, ‘canallas’ de Central aparte, se le profesa un amor incondicional. Por eso no importó su salida al Tenerife, donde estuvo un semestre, en el que llegó a jugar contra el Real Valladolid –y casi marca– después de debutar en su actual casa, en el Camp Nou.
Quedó demostrado a mediados de 1991, cuando retornó al Parque Independencia para volver a campeonar o coincidir con Diego Armando Maradona. Se marchó otra vez, por problemas con la dirigencia, y, de nuevo, volvió, hasta que voló hacia Chile.
Colgó las botas y comenzó como técnico el La B, desde donde saltó a Paraguay. Su vuelta se produjo cerca de casa, en Colón de Santa Fe, aunque más tarde volvió a seguir el cauce del Río Paraná hasta el vecino guaraní. Triunfó en Libertad, club que le recibió antes de fichar por Cerro Porteño. Y, más tarde, en la selección paraguaya, donde coincidió con Justo Villar, exleproso y exblanquivioleta.
Cuando se produjo su último retorno a Newell’s Old Boys era ya un técnico consolidado, considerado como uno de los punteros del continente. Y en Rosario, en casa, en el Coloso Marcelo Bielsa, refrendó este prestigio. También el de ídolo sin condición de una hinchada, la más popular, que, ahora que no lo tiene cerca, lo extraña, hasta el punto de enjuiciar a Berti –su sustituto– como si de ‘El Tata’ se tratara.
No es extraño, en cierto modo. Después de todo, en NOB no están ya jugadores tan importantes como Vergini o Scocco, pero sí otros como Heinze, Mateo, Maxi, Trezeguet o Éver, hasta hace no tanto, grandes de Europa. O sí, porque Tata no hay más que uno. Lo dice uno que, con él en el Parque, dejó los juegos por La Lepra.