Óscar González llegó a Zorrilla como siempre. Recorrido habitual desde casa, para terminar aparcando su A5 al lado del acceso al estadio. Pero esta vez había algo diferente. Tenía miedo. Las piernas le temblaban mientras bajaba del coche. El nudo de la garganta no se deshizo al atravesar la pesada puerta que conducía desde la calle a la zona mixta. Las manos temblorosas apenas le respondieron al coger el pomo, pero consiguió entrar apresuradamente.
Caracoleó por los pasillos subterráneos del campo mientras una gota de sudor frío le recorría la frente. Tragó saliva. Miró el reloj. Quedaban poco más de 50 minutos para el comienzo del partido. Se acercaba el momento.
Ya en el vestuario, no pudo hacer nada por detener el torrente de pensamientos y recuerdos que se acumulaban en su mente. No podía fallar. Esta vez no. Se esperaba mucho de él. Quizá demasiado. Se ajustó las medias sentado en el banco. Después de ponerse en pie, dio un golpe en el suelo con la punta de la bota derecha, dos, tres, cuatro toques. Lo mismo con la izquierda. Por fin el bulto de la garganta cayó al estómago con el último -ahora sí- trago de saliva.
El frío ambiente del paseo desde el vestuario hasta la bocana de acceso al campo no era muy diferente de la glacial sensación que sentía en el estómago. Era la hora. El árbitro dio la señal para que los equipos comenzaran a desfilar hacia el centro del campo. El público de Zorrilla rugió. No cabía un alma más en el estadio, pero él solo escuchaba el sonido que producían sus tacos contra el duro cemento antes de llegar al césped. La sensación de atasco volvió al cuello. Los pensamientos seguían arremolinándose.
El miedo, ya casi convertido en pavor, le subió por la espalda en forma de escalofrío. De repente, sin previo aviso, el trencilla tocó el silbato y el balón empezó a rodar. Las dudas se disiparon de golpe. No había tiempo para ellas. La muchedumbre gritaba, excitada, ávida de fútbol. Mientras, el cielo gris amagaba con tormenta.
Primer balón colgado al área, justo donde se encontraba Óscar. Levanta el pie derecho para controlarlo… y ni siquiera lo roza. El esférico, con una fuerza atroz, acaba atravesando la línea de cal e impactando con violencia en la valla publicitaria. El cerebro, desactivado hasta ese momento para todo aquello que no fuera el fútbol, vuelve a encenderse. «¿Y si no soy tan bueno? ¿Y si no merezco jugar en Primera?».
Las malas noticias comienzan a amontonarse. La estrella rival, aquella que ya tiene firmado un contrato para el año que viene en Madrid, coge el balón y deja atrás de un sprint a dos jugadores con zamarra blanquivioleta y aloja el balón en las redes de la portería con una elegante vaselina. Óscar suspira. Él era uno de los dos que se quedó atrás. El fondo físico le había vuelto a traicionar.
El público duda. Aparecen los primeros silbidos, no era la primera vez de la temporada. De hecho, ya estaba acostumbrado a ellos. El media punta levanta la cabeza, cariacontecido. Se dirige al centro del campo con el pulso todavía desbocado y, en cuanto toca el balón para sacar de centro, aumentan los decibelios de los pitos, dolorosos como cuchillos.
Un año plagado de malas actuaciones, salidas nocturnas, polémicas declaraciones y salidas de tono empiezan a brotar a flor de piel en forma de culpabilidad. Óscar sintió rabia en su interior. Si hubiera hecho caso a su mejor amigo en el vestuario cuando le dijo que ese no era el camino… O al entrenador cuando le amenazó después de llegar varias veces a los entrenamientos en un estado lamentable… Ahora era tarde.
En un arranque de coraje, consigue meter el pie y llevarse el balón en el centro del campo. Era la suya. Abre a la banda y echa a correr como un poseso hacia el área rival. Las pulsaciones le suben del corazón a la cabeza. El balón vuela de nuevo hacia el área, el portero mide mal la salida y Óscar se ve solo ante la portería, sin ningún impedimento para empujar el esférico y que entre rodando.
«Eres el peor jugador que he entrenado jamás», suena la voz del entrenador en su cerebro, mientras el balón se marcha fuera botando después de que tropiece y no tenga oportunidad de corregir la trayectoria.
Los insultos, silbidos e improperios se vuelven ensordecedores. La cabeza le empieza a dar vueltas mientras observa el taco de césped que se ha levantado con su traspié. Poco a poco, sus ojos se vuelven cristalinos y la rabia se convierte en impotencia. Las gotitas que caían del cielo con timidez arrecian en el momento en el que el árbitro pita indicando el descanso.
Óscar enfila el camino hacia el túnel apesadumbrado. Los poco más de 50 metros hasta su refugio se convierten en un calvario entre los gritos de la multitud, el aguacero y la mirada inquisitoria del entrenador. El mismo entrenador que los abronca sin piedad en el vestuario. El mismo que apela a la heroica en la segunda parte. El mismo que decide dejar a Óscar jugando la segunda mitad. En ese momento se promete a sí mismo que marcará dos goles mientras se levanta del banco y echa a andar de regreso al campo.
50 minutos después, el árbitro decreta el final del partido. Se acabó. El Valladolid es equipo de Segunda División tras perder 0-3 y Óscar es señalado como uno de los mayores culpables. La afición, en masa, invade el campo de manera violenta. El miedo a perder se convierte en miedo por sobrevivir. En un intento de escapar, decide correr hacia la salida bajo la lluvia con los truenos sonando de fondo. Pero no. Su ?hasta ahora- mejor amigo, todavía con la camiseta blanquivioleta puesta y un gesto de odio en la cara, le agarra fuerte el brazo. «¿Ves? Te lo advertí. Ahora paga las consecuencias», grita mientras lo empuja.
Mareado, se deshace de su compañero con lágrimas en los ojos. La respiración se le entrecorta, el estadio se vuelve un vaivén de colores y sonidos. De repente, el entrenador se le echa también encima, casi agarrándole el cuello con las dos manos.»“No sé cómo pude confiar en ti. Eres escoria y siempre lo serás». No podía más. Había fallado a la ciudad, al equipo y a todos los que habían confiado en él en algún momento.
Le regresó a la mente la imagen de sus compañeros murmurando contra él en el vestuario, de sus fiestas indebidas, de la afición yendo a los entrenamientos solo para abuchearle, de aquel chaval que se le acercó por la calle y le dijo que no era un jugador de fútbol, del cuerpo técnico encerrándole en un cuarto para darle un ultimátum y del presidente intentando deshacerse de él a mitad de temporada. Y entonces corrió. Corrió como jamás lo había hecho.
La masa le perseguía pidiendo su cabeza. Atravesó el túnel mientras el delegado de campo le dedicaba una sonrisa perversa desde la banda. El mundo se convertía en oscuridad a su alrededor a la vez que las lágrimas se arrastraban por sus mejillas. Apartó todo lo que encontró a su paso sin buscar un rumbo fijo. Solo quería huir, escapar. Abrió la puerta del vestuario y de repente tropezó. Comenzó a caer en una oscuridad infinita sin parar de gritar y gritar…
? Óscar, ¡Óscar, despierta! ¿Estás bien? ?dijo su esposa Cecilia, en la que pudo apreciar una mueca de preocupación. El bebé, de apenas tres meses, descansaba en la cuna de al lado, ajeno al tormento de su padre.
? ¿Otra vez el fútbol?
? Sí… ?suspiró, todavía bañado en sudor.
? Solo ha sido una pesadilla, cariño. Duerme, que mañana viene el Deportivo y tienes que estar descansado.