Alberto López cuenta las mentiras que descubrió al pisar Zorrilla y las sensaciones que sintió con la vuelta al cielo.
Cuando era niño, me prometieron el cielo. Me enseñaron a creer en el mundo y en los hombres, en el bien, en que todo se arregla y en que todo se puede. Que si te caes, siempre es posible levantarte, que si te ahogas, te ofrecen una mano para salir del agua.
Cuando crecí descubrí que todo era mentira. Que el mundo no es perfecto, que los hombres son falsos, que el bien es relativo, que todo tiende a peor y que hay que hacer elecciones. Que si te caes, no siempre te levantas; que si te ahogas, no tiene por qué aparecer una mano.
Cuando pisé Zorrilla por primera vez, me prometieron Europa. Me enseñaron a creer en los milagros y en las gestas, en los triunfos en el último minuto y en las temporadas históricas. Que el fútbol es justo, que todos acaban en su lugar.
Cuando pisaba Zorrilla en 2010 descubrí que todo era mentira. Que no volveríamos a Europa, que los milagros y las gestas no son cosa del Pucela, que lo de ganar está reservado a una élite a la que no pertenecemos (y, en el último minuto, menos) y que las temporadas históricas, son eso, cosa de la historia; un «nunca más». Que el fútbol es injusto, que ganan los de siempre y no el que se lo merece; que no todos acaban en su lugar.
Y un dieciséis de junio, volví a ser un niño. Comprendí que acababan de cumplir su promesa y me habían llevado al cielo. Volví a creer en el mundo y en los hombres, en que todo se arregla y en que todo se puede. Que si te caes, te levantas; que si te ahogas, alguien te ofrece una mano. Que podemos aspirar a lo que queramos; que somos protagonistas de milagros, gestas, triunfos y temporadas históricas. Que el fútbol, definitivamente, es justo.
Y en pos de esa justicia, quizá divina, quizá humana, hemos vuelto. Hemos vuelto a casa.