«Aquí arribó sin ruido, como hecho de nuevo
El de muy señor mío, con sangre fría de hierro
Óscar Javier Campeador, el de gesto tan serio
Al que en estas palabras, yo querer encierro»
Solo el más atrevido, y a la vez oráculo juglar, cantaría las glorias hace dos veranos de lo acaecido con el jugador charro. No es mi cometido empezar a narrar las múltiples victorias que este jugador nos ha dado, pero sí me permito encumbrarle, como si de El Cid se tratará, dotándole de un nuevo linaje. Es el guerrero del gol, el más valeroso de los soldados, y en la danza de las patadas no se le iguala otro hidalgo.
Siete goles como siete soles ya ha enfilado, convirtiendo en delicias los pases que sus compañeros le han dado. Tampoco él es egoísta con el cuero, que tras levantar la vista y los pies del suelo, a sus compañeros enfrenta cara a cara con el portero. Y más sin dudar todos sabemos, que aun de hablar no cansamos, que si el que en buena hora ciñó contrato, en divertirse y jugar no ocupa el campo, mal tiempo en ocio habremos gastado.
Su honor ya distinguido y, a la vez, enjuiciado, a las puertas de Europa dos veces ya ha llamado: una como hidalgo pucelano, para que a su equipo allí abran paso, y otra sin quererlo, en Inglaterra, donde de él ya se ha hablado. Nos vino desde tierra Helena, para regresar a su tierra, y no queremos otra vez perderlo, ni tampoco mal venderlo. Porque tú, Óscar, caballero legendario, nos das placer, nos subes al estadio y antes de que se pueda el agua convertir en estaño, con ganas y fervor como aficionados, levantaremos y confrontaremos las manos.