Una radio. Si tuviera que definir mi casa en un solo objeto, ese sería el elegido. Un viejo aparato negro en la cocina, al lado de la encimera, acompañándonos desde que tengo uso de razón. Por las mañanas, antes de ir al cole, recomendándonos que no nos olvidáramos de la bufanda o el paraguas. En el trayecto en coche hasta la escuela, con la última hora del deporte. Y los fines de semana. ¡Ay, los fines de semana! Ahí sí que no podía fallar. Su sonido era la banda sonora mientras comíamos y nos preparábamos para subir al estadio.
La radio, además, ha sido durante muchos años, el único modo de seguir los partidos de mi equipo. No fue hace tanto tiempo: apenas ha pasado una década. Por aquel entonces, sin tantos medios ni tanta difusión a las categorías modestas, seguir al club de tu ciudad por los campos embarrados de la Tercera División asturiana no era tarea sencilla. Ni siquiera en Segunda B lo fue. La radio aparecía entonces como la principal aliada.
Estos días, como no podía ser de otro modo, el viejo aparato que hay en mi casa sigue sonando. Sus locutores narran hora a hora, minuto a minuto, el avance del dichoso ‘bicho’ por nuestro país. Ya no cantan goles. Las horas destinadas al deporte se ven invadidas por la actualidad y la poca programación que continúa con normalidad suena más triste que de costumbre.
No puedo parar de pensar en toda esa gente que está sola en sus casas. Que tiene por única compañía su viejo transistor. Que vive estos días grises con la preocupación de no saber cuándo podrá volver a su rutina, abrazar a sus seres queridos o hacer algo tan cotidiano como pisar la calle sin sentir miedo.
Todas esas personas me hacen retroceder en el tiempo y volver a ser esa niña de diez años que se pegaba a ese aparato y se enfadaba con la enésima derrota. La misma que repetía, como si de un mantra se tratara, que esto también pasará. Vendrán mejores tiempos. Claro que vendrán. Y entonces, mi vieja radio, junto a todas las demás, volverá a cantar los goles más bonitos que jamás podremos escuchar.