Rubén Arranz relata cómo fue su primer día en el actual templo blanquivioleta en una nueva entrega de ‘Jugador Nº12’ que conmemora el aniversario del feudo vallisoletano.
Era el veintinueve de mayo de 1994. Tenía ocho años casi recién cumplidos y un tío mío me dijo: «¿Te vienes conmigo al fútbol?». Yo jamás en mi vida había pisado un estadio. Sólo había visto fútbol en la tele y al Real Madrid, porque era el equipo de mi familia. Le dije que sí sin saber contra quien jugaba el Pucela ni el nombre de los jugadores.
Llegamos al estadio, estaba hasta arriba de gente, había un ambientazo increíble, banderas, bufandas, cánticos, pasión, emoción. Los aficionados del otro equipo, el Toledo, daban un colorido verde a Zorrilla y animaban sin parar a su equipo.
Yo no sabía qué hacer, ni sabía lo que el Pucela se estaba jugando -para los faltos de memoria, aquel día certificó su permanencia en primera en la promoción-. Veía a la gente cantar y saltar, pero yo era incapaz de moverme porque nunca había estado en un sitio así, estaba asustado.
De repente, saltan al campo los dos equipos y empieza a sonar el ¡Banderas blancas y violetas, voces que cantan, goles y gestas…!. Un escalofrío empezó a recorrer mi cuerpo. Se me paró el tiempo. Tenía la impresión de que todo el mundo estaba quieto y el único que se movía era yo. Sin casi darme cuenta, me había unido a todos los demás y empecé a cantar y a saltar animando sin parar al Pucela.
Acababa de descubrir que ese equipo que vestía a rayas blancas y violetas, del cual no sabía el nombre de ningún jugador, era el equipo de mi vida, mi pasión, mi sentimiento más profundo hacia una ciudad y un escudo. El estadio donde estaba en ese momento iba a ser mi templo, mi lugar sagrado donde cada fin de semana iba a ir a ver al equipo que en ese momento se había convertido en el de mi alma.
Ganamos cuatro a cero y cada gol lo celebraba como si fuese el último, una fiesta contínua y una alegría tremenda. Salí de casa como un día normal y regresé a ella con la sensación de que Dios mandó una señal para que yo ese día fuese por primera vez a Zorrilla para darme cuenta de que mi equipo jugaba ahí, y no en la televisión. El creador me dio el empujón suficiente para ser consciente.
Dieciocho años han pasado ya de aquello, y ahora que se van a cumplir treinta años de la inauguración del Nuevo estadio José Zorrilla solamente puedo decir dos cosas: Gracias Dios por ser del Pucela y gracias Zorrilla por acogerme.
Mientras escribo estas líneas florecen mis sentimientos y se me humedecen los ojos, pero tranquilos, son lágrimas blanquivioletas. Lágrimas que brotan en un día muy especial para mí y para todos los que, como yo, llevan grabado a fuego este club.
¡Felicidades, Zorrilla!