El retorno del valenciano a las alineaciones ha devuelto al Real Valladolid la mediapunta, una figura a veces extraña y otras, muchas, extrañada en los planes de Luis César

El ostracismo al que Míchel Herrero se vio condenado duró tres meses casi exactos: del nueve de diciembre al cuatro de marzo. Son uno más si se tiene en cuenta su última titularidad de 2017 –el veinticinco de noviembre– y la primera del año vigente –el veinticuatro de marzo–. Durante todo ese tiempo, pero también antes, el Real Valladolid (Luis César) denostó una figura, la de mediapunta, que a veces le era extraña y otras, las más, extrañó, por encima incluso de nombres.
Aunque se destapó con el transcurso de la temporada, todo comenzó al mismo tiempo que esta. Desde los estertores, Sampedro se resolvió como un entrenador que abrazaba el ritmo. Era una circunstancia ya latente, aunque no patente porque el fútbol y los resultados eran buenos en el inicio, aunque en un partido en el que se el equipo brilló como fue la victoria sobre el Granada ya pudo percibirse esta cuestión.
Quizá no era el momento. Quizá la exuberancia física con la que se arrancó el físico invitaba a ello. Pero lo cierto es que Luis César fue desde los comienzos el obsesivo Terence Fletcher.
De ceño fruncido ambos, nunca ha sido difícil imaginar al entrenador como a la figura oscarizada representada por JK Simmons en ‘Whiplash’. Es más, a veces, el Real Valladolid percutió a veces de tal manera que parecía llevar el ritmo marcado por esa batería. Y como ejemplo aquel partido de la jornada cinco, en la que, sobre todo durante la primera mitad, la batería fue protagonista.
Antoñito y Hervías llegaban incluso a solaparse en la derecha, Nacho tenía toda la banda izquierda para sí y para quien tuviera a bien asociarse con él, ya fuera Óscar Plano o bien Iban Salvador, que apoyaba sin apoyar, que se acercaba siempre a la zona de influencia de otro para, desde ahí, saltar en largo hacia donde no estuviera Mata. Ese desmarque de ruptura ha sido desde entonces el predominante.
Mientras el de apoyo, reservado al nueve, nunca fue para dirigir, sino siempre para insistir: no imprime pausa, no cambia el paso, vuelve a percutir, si no en el primer pase (de Mata hacia un lado), en el segundo (del que viene en la segunda oleada hacia un participante de la misma o de la primera). El ejercicio de memoria es fácil. No es difícil rememorar uno de esos pases de Mata a Plano o a Luismi y de este hacia el anterior o hacia Hervías. Entre trote y galope siempre se elegía la segunda opción.
A pesar de la importancia que le otorgaba, Luis César nunca encontró al batería perfecto. Salvador lo pareció al principio, pero la prueba de que no lo es es que ya no compone la banda de Sampedro –entiéndase aquí el símil musical y con el film–. Óscar Plano fue quien mejor marcó su tempo, aunque no siempre lo hizo. Obsesivo con la figura de percusionista, después de su llegada en el mercado invernal, dio a Ontiveros la responsabilidad de serlo, pero no por darle las baquetas a un hiperactivo encontrarás a un buen batería.
¿Un mediapunta solo rebaja pulsaciones?
En ese contexto, en el que el ritmo del Real Valladolid lo marcaba la percusión, la mediapunta no existía salvo cuando un resultado favorable invitaba a ejercer otro tipo de dominio del rival, más desde la posesión y desde la pausa. Lo primero, sin un futbolista de estas características existía, hasta el punto de que el Real Valladolid las capitalizaba jugara contra quien jugase. Lo segundo no –no se quería–, salvo en esos casos de ansia de (otro tipo de) control, en los que jugadores como Toni o Míchel encontraban sus minutos.
Con ellos, o con Cotán incluso, bajaban las pulsaciones. Y mientras había prosperidad no era un problema. El problema es que la prosperidad era relativa, porque aunque el ataque brillaba por intenso e insistente, la defensa se desangraba (no exactamente porque los esfuerzos estuvieran puestos en el ataque, aunque también). Y de ahí que los resultados no fueran del todo buenos y que el propio Luis César decidiera variar parte de su planteamiento.
Ya sea porque jugadores como Pablo Hervías o Luismi no brillan igual que al principio o por la falta de un segundo delantero jerárquico que acompañe de verdad los goles y los esfuerzos de Mata, lo que va de segunda vuelta ha arrojado más luz sobre algo que aquel dieciséis de septiembre no se percibió como un debe (puede que en parte porque Luismi llegaba más lejos): renunciar a ocupar posicionalmente el carril del diez supone renunciar a demasiadas cosas.
Aquella ‘dimisión’ de la posición, que llevó incluso a ver a Anuar como falso mediapunta en pos de una mayor presión y recorrido, ha implicado siempre la falta de elaboración y de juego interior, más necesaria ahora que los mediocentros tienen menos recorrido que antes. Aunque otorgaba otras habilidades al ataque –el manido percutir–, la no ocupación de la media luna del área y los metros que la cercan impide una presencia efectiva en la zona y aumenta los metros entre líneas por algo muy sencillo: si los medios están más lejos de los atacantes y estos van siempre a la ruptura, el incremento de distancia y el vacío permiten que el rival se establezca y domine la zona y empeoran el acierto en el pase.
Todo uno, empeora el ataque: antes la ruptura y el juego por los carriles exteriores se podía concebir como un ‘aclarado’ sobre una zona que no era ocupada pero transitada, porque por allí pasaban corriendo otros atacantes y hasta ahí llegaba sobre todo Luismi. Pero ahora que Luismi no llega y que los hombres ofensivos parten de diferentes zonas (los extremos, como los medios, han dado un paso atrás y repliegan en campo propio y con muchos metros por delante), estos no están, sino que se incorporan, la lejanía con la vanguardia es eso, lejanía, y lo que queda es el balón largo. Si antes había poca interrelación-asociación en el ataque, ahora es prácticamente nula. Puede decirse que incluso en estático y con el balón controlado.
De repente un contrabajo
Con todo, aunque tenga hábitos semejantes, el Real Valladolid ataca diferente. Lo hace desde posiciones más retrasadas y con menos jugadores en campo rival, o por lo menos en zonas de influencia directa sobre la portería. Y como el mediocentro ‘alto’ no se descuelga tanto y permanece más cerca del ‘bajo’ y los problemas con el batería persisten, porque Toni no es eso y Plano por sí solo no es capaz de generar tanto volumen de juego, de repente Luis César ha optado porque la responsabilidad de llevar el ritmo la tenga otro instrumento: el contrabajo. A la sazón, al fin, el mediapunta.
Míchel, que no había encadenado dos titularidades seguidas más que en dos ocasiones anteriores durante el transcurso de la temporada, ha aparecido en el equipo titular después de casi cuatro meses para ver si así, con él, la orquesta suena más afinada, aunque distinta, porque él es otra cosa, tal y como se ha podido comprobar. Aunque ducho en la conducción, es menos hábil y no tiene el cambio de ritmo de otros, pero vence por varios cuerpos a sus compañeros –a todos salvo quizá a Toni y puede que Cotán– en el manejo del juego en estático, en el dominio de la posesión y en la elaboración.
Con el valenciano en el campo, el Pucela tiene por fin quien mediapuntee, necesidad secundaria en otros tiempos, pero extrema en la actualidad. Es la continuidad a los envíos de los mediocentros –de otro perfil, para más inri– y lo suficientemente inteligente como para no sopalarse con Plano, quien se maneja mejor arrancando desde los pasillos interiores que desde el carril central, así como para buscar a los extremos de turno, a Mata o la pausa, como él, a vece tan denostada.
Terence Fletcher [cuidado: spoiler] nunca abandonó la idea de encontrar –sobre todo– al batería perfecto y eso (entre otras cosas) acabó costándole el puesto. Luis César –quien al final sí lo ha mantenido–, por el contrario, sí lo ha hecho, el tiempo dirá si con éxito. También porque, aunque uno marque el tempo, que la banda suene afinada y bien es trabajo de muchos, al fin y al cabo.