El Real Valladolid cosecha su quinta derrota consecutiva en el Ciutat de Valencia ante un Levante que remontó con muy poco

Inestable. Endeble. Desfigurado. Por ese orden. Así se mostró el Real Valladolid en la que es su quinta derrota consecutiva frente a un Levante UD que necesitó muy poco para ganar. Como a otros antes, al conjunto granota le bastó con ver cómo su rival erraba, cuan novato artista circense, hasta regalarle la victoria.
Ni siquiera un tímido arreón final, contra diez, que hubiera sido placebo para el viaje de vuelta y para cambiar la desastrosa dinámica, sirvió para hacerlo. Ni adelantarse en la casa del líder y principal favorito al ascenso sirvió para dejar de ser una caricatura. Porque, por muy crudo que suene, eso es este Real Valladolid, un ridículo retrato de lo que debiera (y podría) ser.
Lo peor de todo, o lo mejor, según se mire, es que con el enésimo tropiezo deberían terminarse las excusas. Esta vez ni hubo desacierto ni errores arbitrales en los que escudarse. Solo pobreza. Y eso que pronto las cosas se pusieron de cara, porque muy pronto, a los cuatro minutos, Iván López regaló el cero a uno, que sirvió para que por lo menos el arranque no fuera malo.
El gol sirvió para que el inicio fuera incluso bueno, aunque de mediocampo en adelante las ocasiones brillaran por su ausencia, ya que los blanquivioletas dominaron hasta el ecuador de la primera mitad. Si faltaba claridad, puede decirse que fue debido a que enfrente también hay un rival que, como había alertado Paco Herrera, se siente cómodo esperando (normalmente) en tres cuartos, muy junto, aguardando un robo o un error que le permita correr y aprovechar la pólvora que tiene arriba.
Al no sentirse amenazado, el Levante dio un pasito hacia adelante y se hizo dueño del esférico, hecho que no deja de ser curioso si se tiene en cuenta que Herrera había dispuesto un once con Leão, Jordán, Álex López y Míchel. Fue otro, sin embargo, quien perdió el balón en el empate a uno. Juan Villar se enredó en campo propio y su par se la robó. La jugada prosiguió cómoda sin la ayuda defensiva del andaluz y Roger remató de zurda a la jaula, sin dejarla caer, en el primer palo, el buen centro de Abraham.
Ese acuse de inestabilidad dejaría paso a la endeblez, al bajón posterior al empate. Como si aquello fuera injusto, como si hubiera sido en una acción desafortunada, y no en una torpeza, el Real Valladolid se vino abajo. El descanso fue lo mejor que le pudo pasar, porque la sensación fue la misma que cuando en un cuadrilátero un púgil golpea al mentón del otro y este siente como dentro le da vueltas hasta el desayuno del día anterior.
Una acción nacida de un golpeo en largo en la que los jugadores de tres cuartos trenzan jugada hasta que Jordán dispara fuera fue lo mejor antes de que sonara la campana. A falta de poder agarrarse, y no siendo una opción lo de tirar la toalla, esa jugada fue como si el boxeador hiciera caso a quien desde la esquina le grita «¡mueve los pies!, ¡saca manos!». A falta de esquivar, asustar, aunque fuera solamente un poco.
Los de Paco Herrera volvieron de vestuarios con la misma cara de cenizos; «todo me pasa a mí». Pero el reloj fue corriendo después de un prometedor inicio levantinista y los blanquivioletas se palparon. Al comprobar que estaban bien, que el golpe no había sido para tanto, que no le habían quedado secuelas, volvieron a hacerse con el cuero en una señal de alivio.
Un disparo de Raúl de Tomás desde la frontal fue lo más que intentaron, empero. Y entonces, como el malabarista que ejerce a pesar de sufrir un trastorno de atención, volvieron a despistarse y zas, el dos a uno. Fue grosero el error de Moyano, principalmente, aunque también lo fue de Guitián –que entró en el lugar de Rafa, presuntamente con molestias–, ya que el gol, de Jason, viene precedido de una mala defensa sobre un saque de banda.
Si el empate había desnudado la fragilidad mental de los vallisoletanos, este, además, los desfiguró. Como si el tanto fuera un directo de derechas que impacta y rompe la ceja, el Pucela comenzó a desangrarse al tiempo que se le cerraba el ojo. Si la había tenido, atrás perdió contundencia. Delante, la templanza y la mesura pasaron de ser un anhelo a un imposible. Cierto; quizá no tocaba. Pero al tuntún tampoco se daña.
Quien conozca el mundo del boxeo sabrá que cada vez que un contendiente cae fruto de un golpe del rival se le quita un punto. Pues bien, a los del calzón blanco les faltaba perder otro, en un penalti tan tonto como claro. Igor Lichnovsky golpeó a Roger con el antebrazo dentro del área y el árbitro decretó una pena máxima que el propio justiciero se encargó de materializar, como si doliera menos porque fuera él el del tiro de gracia.
Como en fútbol el KO técnico no es una opción, ni tampoco arrojar la toalla, los últimos minutos fueron como ver a Mayweather bailar: le dio igual ceder el balón, sabedor de la nula pegada del rival, ya lejos, se dedicó a defenderse, dejando simple y llanamente que pasaran los minutos hasta el silbatazo final. Sucede que Iban Salvador es duro fajador y no quiso dar la contienda por terminada, pero su gol llegó tarde, en el 87′.
Jefferson Lerma fue expulsado en el noventa, con escaso tiempo, pero suficiente para que de la mano de la confianza o la fortuna llegara el empate. El Real Valladolid jamás tocó a arrebato, en todo caso, por lo que con el pitido final se hizo justicia, la que mereció un sobrio Levante y también aquella de la que se hizo acreedor un Real Valladolid torpe, desencajado y sin alma.
Bien harían los blanquivioletas, de cara a la visita de la AD Alcorcón el sábado, en asumir que esta vez nadie más tiene la culpa de la derrota (como si la historia hubiera sido distinta en las jornadas previas) y en dejar de culpar al empedrado, porque cuando uno pierde cinco partidos seguidos no es por falta de suerte, sino porque algo –mucho– está haciendo mal, y cuando uno hace mal tantas cosas, algo debe cambiar.