El Real Valladolid suma su cuarta derrota en cinco partidos ante un Osasuna que con poco ganó y al que con muy poco se habría podido rebatir

En el fútbol, como en la vida, a veces, todo cambia cuando nada cambia. Aquellos celos del primer día se tornan enfermizos, como peligrosa es cada palada que entierra un problema. Por más tierra que uno pueda echar encima, por más que mire a otro lado, el corazón delator sigue latiendo, a ritmo acompasado. POM POM, POM POM.
Edgar Allan Poe le dedicó un cuento. Recordarán, Los Simpsons lo convirtió en una de sus historias de Halloween. Y el Real Valladolid va camino de caer en la histeria del asesino, POM POM, POM POM, por negar lo que es evidente. Que tiene un problema, serio, por más que lo niegue. Que aunque se diga, en fin, como se dice, el empeño solo le lleva al despeño; a terminar desquiciado, al menos su afición, porque se cree mejor de lo que es en realidad.
Claro, que ser mejor no debería costar tanto. En Pamplona, el cuadro de Miguel Ángel Portugal fue justamente eso, un cuadro, que cayó por cuarta vez en cinco partidos, como quien cuelga el Gernika de un clavo: por su propio peso. Se le vio pobre y apesadumbrado ante un Atlético Osasuna que siendo un buen equipo, como había demostrado en la ida, volvió a demostrar que por más cosas que haga bien no es para tanto.
Y no es esto una forma de restarle mérito. Tiene mucho de corazón, de cabeza y de acierto el que sigan los de Enrique Martín en la pugna por el play-off careciendo tanto de nombre. Después de sufrir como lo hicieron el pasado curso, los navarros merecen paladear el presente. Pocos equipos hay más honestos.
Osasuna salió a ser Osasuna, a lo que ha sido históricamente y a ser lo que defiende su técnico. El Real Valladolid, que había trabajado una manera de ser diferente a lo que venía siendo entre semana siguió igual, celoso de lo suyo, creyéndose bueno, o cuanto menos mejor, y, POM POM, POM POM, las paladas de tierra de nada sirvieron; se vio superado por el plan local. No le delató el corazón, le delató el fútbol, brillante una vez más por su ausencia.
Fue pobre el desempeño, quizá porque es poca la confianza, a la hora de sacar el balón. Los rojillos se mostraron intensos en la presión y desde el mismo comienzo amedrentaron al rival, le metieron en su mitad de campo; dominaban territorialmente como si no quisieran el esférico. Cuando lo tenían, lo dirigían rápido arriba; porque eso también es fútbol: el cuero no es el fin, es el medio para ganar.
La defensa blanquivioleta aguantó las acometidas pamplonicas durante un rato, aunque fueron varios los despejes que acabaron en córner o los remates, principalmente en las botas o en la cabeza de Urko Vera y de Nino, que se fueron directamente fuera. El único pucelano llegó por mediación de un otra vez desacertado Juan Villar. Todo hasta el minuto 34, cuando llegó el uno a cero.
Después de la jugada de mayor duración que se vio en los noventa y tantos minutos, llovió un balón que tocó mal Marcelo Silva. Lo que quiso ser un despeje se convirtió en una prolongación para Nino, que remató por alto con la connivencia de Juanpe, una de las caras que reflejan el alma de los de Portugal por ser uno de los que más se difuminan cuando las cosas van mal.
Los minutos restantes del primer periodo fueron quizá los más abiertos de todo el envite. Kepa evitó el dos a cero con un paradón en uno contra uno ante Nino y Juan Villar no supo encontrar el camino hacia el gol en sendos servicios de Rodri y Mojica, intermitentes ambos, pero al menos, por momentos, peleones. Sin embargo, aquello fue un espejismo.
Osasuna, después del respiro, volvió a salir enchufado en la segunda mitad, buscando un segundo gol que pusiera tierra de por medio y le permitiera replegarse. Aunque no lo encontró, no hizo falta. Dio un paso atrás, que simuló ser un paso adelante del Pucela, cuya querencia era obligada pero no la correcta. Nunca embotelló al rival y los cambios, POM POM, POM POM, no sirvieron de nada.
Y sin embargo, Juan Villar estuvo de nuevo a punto de empatar, en una salida regular de Nauzet Pérez que terminó con un remate por encima del portero sacado debajo de los palos por Oier. Triste final, no hubo nada más que llevarse a la boca. Partido a partido, tal y como anunció el plantel que iría, ha ido desmoronándose, lejos de alejarse a los puestos cabeceros como quería.
Sigue sin cambiar nada cuando debería cambiar todo, no ya por la promoción, sueño imposible, sino casi por la dignidad, la que reclama la afición al mismo Portugal. Todo ha cambiado por el inmovilismo creciente por estar siempre latente, y la temporada se podría decir que ha tocado a su fin, de no ser porque todavía hay que salvarse, algo que parece que sucederá, pero vaya, ya saben, los pesimistas.
A fuerza de negar el evidente problema, la condescendencia ha derivado en hartazgo de uno y podredumbre de otros. Empeñado en ignorar el corazón que late, el Real Valladolid se ha despeñado. Y aunque lo niegue, sí, POM POM, POM POM, la pobreza le delata, debajo de los paños calientes y las paladas de excusas.