El conjunto de Miguel Ángel Portugal muestra sus credenciales venciendo a un Llagostera completamente inofensivo

Son muchas las series y películas en las que salen niños y adolescentes –también en Ali G– en los que un pobretón pregunta al abusón de turno si piensa pegar a alguien con gafas. Con independencia de aquellas historias en las que el golpe viene se vuelta, y el tiempo castiga al malo, lo cierto es que a menudo sí, le pega.
Solo los protagonistas saben si esta pregunta se escuchó en el túnel de vestuarios del Nuevo José Zorrilla. Solo ellos saben si se formuló y la respuesta fue un sí, acompañada de un sopapo, el que dio el Real Valladolid a un Llagostera muy pobre, que recibió el golpetazo sin revolverse ni echarse a llorar, inocentón e inofensivo.
El día era uno de esos en los que podía poder la pereza. La lluvia, que aumenta el peso del campo y desluce, aunque a veces llame a la épica, hizo acto de presencia, y más de uno suspiró, vago.
La victoria en Oviedo no aupó los ánimos de muchos, que bien por aquello de que es el día del padre, por las vacaciones o simple y llanamente porque, bah, paso, se quedaron en casa. Por suerte, los jugadores blanquivioletas prefirieron ofrecer algo que si bien no fue un gran espectáculo visual, es lo menos que cabía: un triunfo que sea, quizá, un nuevo salto hacia arriba.
Igual que había que vencer al Huesca, al Llagostera había que ganarle. Sí, es cierto, se pensaba lo mismo dos semanas atrás, que el rival era propicio, que era a priori inferior, y que malo será, que diría un gallego. Pero es que, qué carallo, por cierto que sea que el escudo no suma puntos, que los partidos hay que jugarlos, no hay rival pequeño y cuanto tópico se quiera, no quedaba otra. Y sé cumplió.
El Real Valladolid fue de menos a más, ambicioso, aunque sin volverse loco, porque no hacía falta, ya que los azulgranas declararon muy pronto sus intenciones, seguramente en los primeros cinco minutos, cuando por primera vez René demoró su saque de puerta. Parecía como si para los catalanes la mejor noticia de la tarde hubiera sido que el pitido que daba comienzo al choque le hubiera puesto también fin.
Su escasa intensidad fue mal entendida. Por ellos mismos, soeces en el juego, y por un Piñeiro Crespo que por un momento amenazó en convertir una tarde plácida de arbitraje en un brote psicótico. Pero luego no. Fue marcar Roger y no hallar reacción en el rival. Como si se hubiera quedado sin cobertura, o como quien finge hacerlo ha blando de ma nera entrecor tada para ver si su interlocu tor cuelga y apagar el teléfono a continuación.
Pero esto había que jugarlo hasta el final. Y para el Real Valladolid fue como pasear por Campo Grande en plena primavera, faldas al viento y colegiales enamorados robando un primer beso. Solo faltó que otra vez saltara el hijo de Samuel a jugar con el padre, como el pasado domingo cuando jugó el Promesas en Zorrilla, o que el hijo de Braulio quisiera colar a mamá, como luego en los vestuarios.
Asesino de seda
Aunque el gol lo hizo ‘Billy el Niño’, fue Mojica quien rompió el litigio de mismo modo que rompió la anodina monotonía: tirándosela en largo o corriendo al espacio convirtiendo en nula la oposición de su par. Después de ganarle en carrera una de tantas veces, puso uno de tantos centros peligrosos, laterales, a los que la zaga y el portero visitantes debieron responder, unas veces bien y otras no tanto.
Roger remató con la derecha con la certeza del gol, con la misma del pistolero que ha gritado «plato» y sabe que no va a errar. Aquel tiro, decíamos, vino a ser el de gracia, aun siendo en realidad el primero.
Antes del descanso, el dominio, primero latente, luego patente y más tarde creciente, pudo manifestarse con un dos a cero que ‘El Correcaminos’ perdonó. Claro, que nunca fue este animal verdugo del coyote por más que por sus torpezas. Si había un asesino en el campo ese era Vincenzo Rennella, mala uva de mafioso y pie de seda.
El tipo lleva tres goles; no andará del todo acertado, pero cuando se encuentra cómodo verle jugar se convierte en un ejercicio casi lascivo, de voyeur, un placer tal como el que recibía pecaminosa aquella mujer de carrillos prominentes de Sonny Corleone antes de que su carácter visceral acabara con él en un peaje cualquiera.
Si será engatusador el franco-italiano que hasta René pareció doblarse fruto de sus encantos. Así, aunque paró unas cuantas, encajó dos goles de esos que uno no debe. El primero, un gol olímpico que motivó las dudas sobre que Enzo saque de esquina. El segundo tras un rechazo, después de una respuesta un tanto pobre a una frivolidad de Rodri, que había rematado de espuela.
Esos dos tantos hicieron justicia a la superioridad de unos y a la inferioridad de otros. Fue cruel lo de pegarle a alguien con gafas, pero, llegados a este punto, el Real Valladolid no podía perdonar. Lució pegada en un partido sobrio, serio, en el que la goleada pudo ser mayor sin apretar casi el acelerador. Lo del gatillo es otra cosa: eso lo apretó otra vez, y qué bien, que le sirve para acercarse un poco más al play-off.