El conjunto blanquivioleta vuelve a dar una exhibición de pegada ante un Real Oviedo que sufrió el magnífico hacer de Tiba, Villar y Roger

El niño en el columpio. Saltar en una cama elástica. Tirarse en paracaídas. Hacer puenting o arrojarse al mar desnudo desde un acantilado, como en el anuncio. Usar una tirolina. Una trastada, si el pequeño es tímido. El primer beso. Un gol en el descuento. Tu primera vez.
Nada como el vértigo, la adrenalina, para sentirse vivo.
El Real Valladolid bien lo sabe. Se abrazó al incremento de pulsaciones para imponerse a un Real Oviedo al que desdibujó con dotes de mando y valentía en un partido cuya condición parecía ser ganar o morir. Aprovechó el Tartiere para golear, y dirán que para presentar de nuevo su candidatura a situarse en los puestos de arriba, no tan alejados. Supo entender que no existía un mejor momento para hacer de la necesidad virtud.
El conjunto de Miguel Ángel Portugal goleó en territorio amigo porque por fin comprendió que el hambre es una condición intrínseca de los equipos ganadores. Desde el inicio fue voraz, presionante, ambicioso y solidario en el esfuerzo.
Lobo herido, mutó con respecto a los últimos encuentros. Nunca antes esbozó una altura así, por más que el 4-4-2 se haya instalado ya como normal. Bien porque las características de los mediocentros obligaban o bien porque querían amedrentar a los carbayones, los blanquivioletas dieron un paso hacia adelante en la ocupación de la mitad rival con respecto a los partidos anteriores.
Aunque en los últimos tiempos los delanteros venían presionando la salida de balón de los zagueros rivales, normalmente esta no llegaba a buen puerto porque la segunda línea esperaba retrasada, en un repliegue medio que solo entraba en juego una vez esa intensidad inicial era superada. Y no sucedió demasiado, o no tanto como a Sergio Egea le hubiera gustado.
La reducción del espacio entre la media y el ataque cortocircuitó al Real Oviedo, que no supo jugar. Para exponer su verticalidad necesita llegar con cierta solvencia o acierto a la franja ancha, y no fue el caso. Si venía alguien de espaldas a la portería de Kepa, lo hacía siempre con el aliento de otro en el cogote. Y si alguien lo intentaba de cara, no era capaz de saltar líneas –excepción hecha de Nacho López, que lo hizo en un par de ocasiones–.
En consecuencia, las ocasiones llegaron muy pronto. Y de ese modo, pisando campo rival, el Real Valladolid se creció, lanzado por la figura de Pedro Tiba. El centrocampista luso por fin lució como durante toda la temporada se le venía reclamando desde el mismísimo once inicial. Representó el apetito y el juego del Pucela robando, incordiando, pero sobre todo generando al espacio.
Por su dinamismo, resultó ser indetectable para los medios azulones, o por lo menos inabarcable. Supo siempre a quién debía encimar y en qué momento, y cuál era el lugar que debía ocupar. Y además fue capaz de aprovecharse de la hiperactividad de Roger Martí y Juan Villar. De la sociedad de estos dos, al cuarto de hora, llegó el primer gol.
Mojica pisó tres cuartos y se la dio a ‘Billy el Niño’, que se enredó en la frontal. Disparó, pero le cayó su propio rechazo, y entonces ofreció el cuero a ‘El Duende de Aroche’, que definió bien ante Esteban. En apenas seis minutos Mamadou Koné empató, después de un error de un Juanpe que se vio sobreexigido por su velocidad, y aquello tomó un cariz semejante al de la primera vuelta.
Sobre todo con el uno a dos. En una acción a balón parado, el cuero repelido acabó en los pies de Pedro Tiba, que desde tres cuartos de campo y con el interior envió un servicio certero adentro del área, al otro lado, donde Villar hizo un remate de ‘nueve’, picado, ante el que Esteban nada pudo hacer.
El vendaval de la primera mitad no acabaría ahí. Todavía quedaba el tanto de ‘Billy el Niño’. El ya goleador le dio el balón por encima de la defensa, al espacio, y el atacante le ganó la partida a los defensores en la carrera antes de superar al meta carbayón con un toque certero abajo.
Pese al luto, obligado por el colegiado, los blanquivioletas gustaban y se gustaban. A pesar del gol recibido, y de un susto inicial en un disparo de falta de Susaeta, no concedían. Si el partido daba la sensación de vértigo es por lo rápido que se jugaba, porque la intensidad era mucha, pero en realidad no había un toma y daca, por la situación de los visitantes sobre el tapiz.
Así, con esa renta, y tras la lesión de Nikos, se llegó al descanso. Con la duda, también, de qué Pucela cabría esperar en la segunda mitad, puesto que proseguir con el plan pergeñado podría provocar que el correcalles fuera un hecho; que el Real Oviedo se metiera en el partido sin el Real Valladolid quererlo, a fuerza de, quizá, tratar de avasallar (que tampoco era plan).
Apenas comenzado ese segundo periodo, Tiba rompió las líneas enemigas por enésima vez con un pase filtrado hacia el costado, donde rompió Mojica en busca de servir un centro con el que Juan Villar selló su hat-trick. Con cuarenta minutos por delante y tres goles de ventaja, estaba hecho lo difícil, en adelante tocaría aguantar.
Los ovetenses jamás flaquearon en sus fuerzas, aunque estuvieron desacertados, desdibujados por un Real Valladolid muy bien plantado y que evitó que, a pesar del segundo tanto de Koné, a pase del exblanquivioleta Carlos Peña, hubiera siquiera un pequeño recoveco por el que se adentrara el miedo. A fuerza de perder tiempo y de pertrecharse bien en la frontal, con la solidaridad que ya había triunfado, aguantó el resultado.
Los tres puntos vienen a revitalizar los ánimos del equipo y la afición, que comulgaron juntos una vez Sagués Oscoz pitó el final. Pero todavía queda. Ya en la previa se apuntaba la teoría del reloj averiado, que ojalá no se confirme. Desde luego, pese al pesimismo anterior, el buen hacer mostrado por los de Miguel Ángel Portugal puede invitar otra vez a creer.
En todo caso, parece claro que la opción que los blanquivioletas pueden encontrar para agarrarse a la zona alta es abrazarse al vértigo, dar continuidad no ya al dibujo ya típico, sino, sobre todo, a la ambición mostrada en un Carlos Tartiere que si sucumbió fue precisamente por eso, porque, el Pucela, liderado por Tiba, por Roger y por Villar, que cortó las dos orejas y el rabo, se mostró, por fin, contundente y sin ambages.