Aunque se le hayan removido tanto las entrañas, todavía hay aficionados del Real Valladolid a los que les cuesta aceptar un destino que ya está escrito. Aunque el escudo representa una grandeza y una historia casi centenaria, como la pared recién pintada, esta ha sido grafiteada por quienes están llevándole sin remisión hacia un nuevo descenso a Segunda División. El daño es inenarrable para una afición numerosa, que después de cosechar el récord de abonados, ve como ahora los hitos son otros, y todos negativos.
Hace no mucho, al caminar por la Avenida del Real Valladolid sentíamos un hormigueo en el cuerpo cada vez que íbamos al estadio. Sentarse en la butaca, alzar la mirada y que las piernas temblasen después de desear durante días estar allí era lo habitual, incluso en días de sufrimiento si al final se ganaba. Ese cosquilleo nos perseguía frente a la televisión, antes de partidos como el del Valencia, cuando no, en los kilómetros recorridos para viajar con el equipo. Ahora, ¿dónde ha quedado todo eso?
Cuando se consume el descenso a Segunda será como leer la crónica de una muerte anunciada, como estar viendo en una de las primeras páginas cómo acaba la novela. Duele pensarlo cuando hace no tanto nos emocionábamos al volver a subir y saltábamos en la Plaza Mayor, emociones hoy enterradas sin un atisbo de felicidad; sin nada. Sin embargo, peor que eso es haberse acostumbrado al sufrimiento o, incluso, a no vivirlo.
Son muchos los motivos por los cuales el Real Valladolid se encuentra en esta situación, aunque los dedos señalan, por encima del resto, a Ronaldo y a la apatía y desidia que estamos viendo en su dirección. Con él o sin él, nos costará reponernos moralmente de este guantazo, pues un descenso es siempre sinónimo de decepción. Este, además, lo será de enfado, más que ningún otro, por todos esos límites traspasados, que, visto lo visto, seguramente haga que a unos cuantos el cosquilleo les tarde en volver a brotar…