Que el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes es una milonga. No todo se reduce a ver a unos chavales millonarios pegándole patadas a un balón. Detrás siempre hay algo más, y por eso el Real Valladolid es una de las cosas más importantes en mi vida. Siendo un crío, me sentía abrumado por un mundo que percibía colosal, inmenso e inabarcable. Fue mi primer nexo de unión con todo lo que no se escondía tras la puerta de mi casa. Descubrí una pasión que hoy todavía perdura y que me ha abierto más puertas que las palabras “empujar” y “tirar”. Me conectó con la realidad más allá de las cuatro paredes que dentro de mi cabeza no terminaban de encajar y de sostenerse del todo. Una realidad que el Pucela, durante todo este siglo, nos lleva recordando lo dura, cruel e injusta que es cuando tu ilusión no te pertenece.
Fueron pasando los años: buenos, malos, bonitos, complicados… y otros que, directamente, me gustaría olvidar apretando un botón a lo Men in Black. Aunque pueda parecerlo, no estoy hablando del Pucela. Las palabras “buenos” y “bonitos” solo pueden asociarse al Real Valladolid si van acompañadas de un “baratos” y un cartel de “se vende” colgado del cuello de todo futbolista capaz de atarse los cordones. Pasaron muchas cosas en la vida de aquel niño que abrazó el blanquivioleta de manera incondicional, hasta que aquellas cuatro paredes, que parecían consolidadas, volvieron a tambalearse. Y es ahí, justo ahí, cuando las lágrimas brotaban sin esfuerzo, mi mente me convirtió en el rival más débil y mis ojos no eran capaces de distinguir colores, cuando apareció Blanquivioletas y empezó a desaparecer el gris. Nunca he creído en las casualidades. Que nuestros caminos se cruzaran, justo en ese momento, no fue ninguna coincidencia, como tampoco lo es que el Pucela esté haciendo la peor temporada de su historia en Primera. Todo tiene un motivo, una razón y un por qué, aunque en el caso de nuestro querido equipo son tantos los problemas que ni Los Simpsons serían capaces de acertarlos todos.
Blanquivioletas. No podía llamarse de otra manera. Ya no era un niño, pero los colores que me acompañaron desde pequeño tomaron forma, la felicidad por cada gol y cada (escasa) alegría se convirtieron en el calor reconfortante de un abrazo a tiempo de quien sabes que entiende y comparte tus decepciones y el escudo que llevamos en el pecho -que cerca estuvieron de robarnos el capitán canalla y su banda- dejó espacio al blasón que cada integrante aporta al emblema de BV. Un concepto de familia y de sentimiento de pertenencia que no existe en el actual Real Valladolid. La gestión de Ronaldo Nazário, lejos de elevar al Pucela a un lugar privilegiado, le ha robado identidad al club. Ha provocado que la afición esté más dividida que nunca y que el equipo camine a la deriva haciéndonos temer que el Centenario, en lugar de celebrarlo en casa, a lo grande y rodeado de todos nuestros seres queridos, lo tengamos que festejar en un parking, a oscuras, con el cuñado insoportable dando la turra con que siempre hay que aplaudir, mientras la abuela sorda se come la comida del gato.
No sé qué será del Real Valladolid en el futuro, pero sí sé que mi presente le debe mucho a todo lo que significa la unión de blanco y violeta. Por eso, como tengo por costumbre ser siempre agradecido, pase lo que pase, estaré siempre con mi equipo. Bendita locura.