Cuando el pasado viernes 28 me concentré frente a la Puerta 4 del remozado José Zorrilla, sabía que me hallaba en el lugar que mis convicciones y mis palabras habían elaborado durante años. Por una vez, el qué era más importante que el quién y sentía dentro de mí una profunda responsabilidad. No sé si estaba ante un momento para la historia del Real Valladolid o ante una anécdota en medio de una temporada cargada de fábulas en el sentido más aristotélico del término, pero estaba conforme conmigo mismo por estar ahí.
El relato que uno construye durante tiempo debe ser sostenido en las acciones que nos determinan. Así, sentía el deber de estar para ser congruente con estar clamando continuamente contra la dirección del club, ya fuera con una banderola amarilla al cuello, en medio de la grada de San Mamés o en cualquier tertulia chabacana al compás del ripio “madre mía el Pucela”.
Durante el transcurso entre la última vez que pude hablar en esta casa del Real Valladolid y este preciso instante han sucedido muchas cosas, y casi ninguna buena. Es curioso que, en menos de una semana, haya podido disparar la bala a través de la protesta y desempolvar la pluma en el cauce de estas líneas. Quizás es que este sea el momento de todo ello y nada sea casual. Guerrero y poeta, como el Jorge Manrique que le escribe a la muerte de su padre.
Sin embargo, no vengo aquí a impartir ninguna justicia ni a repartir ningún carné. Si algo me han enseñado estos años es que la vehemencia verbal tiene las patas tan cortas como la mentira, y que nuestros propios actos nos definen. No formo parte de ninguna peña ni del Fondo Norte 1928, y ni tan siquiera me mantuve en la protesta toda la primera parte, ya que consideré que en el minuto 28 ya había cumplido y que la simbología numeraria era pertinente para abandonar un acto ya de por sí simbólico y cargado de lectura implícita.
Es complicado para mí hablar del Real Valladolid sin asociarlo a otras partes importantes de mi vida. De hecho, la mayor de las fidelidades se la sigo guardando al blanquivioleta, incluso cuando lo viste una piara de infacundos futbolísticos, limitados para casi cualquier aspecto que podamos definir, salvo el de aumentar nuestra vergüenza con cada ocasión que tienen de hacerlo.
Por eso, cuando me dice Jorge Manrique que la muerte nos iguala a todos, que el rico y el pobre acaban bajo el mismo ciprés (cuya sombra es alargada), yo pienso: el que protestó y el que no, el que silbó y el que se calló, los que gritan y los que enmudecen, todos, acabaremos en el mismo hoyo, por de pronto, la Segunda División. Sin embargo, volviendo a Manrique me queda por decir que, tras esto, tras todo, solo queda la vida de la fama, aquella que se perpetúa tras la muerte en relación con los hechos que llevaste a cabo en tu vida. ¿Y tú, aficionado pucelano? ¿Cómo serás recordado?