Va a hacer dos años que te fuiste y todavía recuerdo tus manos suaves y frías como si se acabaran de separar de las mías. Esas que siempre que me veían me acariciaban la cara y me daban un medio abrazo, acompañado siempre de tu eterna sonrisa. Cuando nos vimos por última vez, después de que nos dijeran que la maldita enfermedad ganaría la batalla en apenas unas horas, la única y mejor manera que encontré de decirte adiós para siempre fue signarte un «te quiero». Tú, apretando mis manos, me respondiste «lo sé». El saber que te marchaste siendo consciente de todo lo que significabas para mí, aunque estuviera resumido en dos palabras, fue un alivio en medio de todo el peso que supuso tu marcha.
De niña no era capaz de irme a dormir sin dar las buenas noches en mi casa, palabras acompañadas siempre de un beso. Y de las que todas las mañanas era consciente de los labios de mi padre en mi frente, mientras me hacía la dormida, justo antes de que se marchara a trabajar. Sinceramente, no sé en qué momento pasé de achuchar a mis seres queridos cada día y recordarles lo mucho que los quería y los quiero a que me diera vergüenza cualquier muestra de afecto hacia ellos. Supongo que parte de la culpa fue de esa rebelde adolescencia con las hormonas locas que también se empeñó en hacerme creer que los adultos que me rodeaban no me entendían. Por ello, aquel ‘te quiero’ en lengua de signos fue tan necesario como casi un acto de valentía.
«Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes». Es una frase que todos conocemos y todos entendimos tarde. Hace un tiempo vi una réplica perfecta a esas nueve palabras que decía «sí sabes que lo tienes, pero piensas que nunca vas a perderlo». Tonta de mí, siempre lo relacioné con algo mucho más banal, como podía ser el dejar una relación. Pero no, todo siempre va más allá.
Pocas veces pensamos en que la vida –como las temporadas– tiene un final, y es algo que deberíamos tener presentes para así valorar más lo que tenemos y a quiénes tenemos. Hace una semana, eso era un tópico como otro cualquiera, algo a la que la mayoría de la gente no le daba mayor importancia. «Queda mucho por disfrutar», pensábamos. Ahora, encerrados todos como estamos –o deberíamos estar–, muchos pensamos en ello. También en la cantidad de personas que han perdido a familiares o amigos en estos días sin tener la oportunidad de poder despedirse de ellos o decirles cosas que, por miedo o vergüenza, se quedarán atrapadas por siempre en un nudo en la garganta. Y eso duele, joder si duele.
Supongo que todo pasa por algo y trae consigo un aprendizaje, aunque en estos momentos sea algo duro de escuchar. Y es que el maldito bicho nos habrá arrebatado el poder abrazar o besar, tanto para demostrar afecto como para celebrar un gol. Pero también nos ha dado algo que ya no nos podrá quitar, y es aprender a valorar las cosas importantes de la vida. No es tarde para decir «te quiero» a los que nos rodean con la misma facilidad que se lo decimos al Real Valladolid cuando nos hace sentir orgullosos. No lo dejéis para luego, pues la vida, como las temporadas, tiene una fecha final.