Oigo la lluvia golpear contra el cristal de la ventana de mi habitación y pienso en ti. En cómo llovía aquel día en el que fuimos invencibles. Pero, si ningún temporal nos frenó entonces, tampoco lo va a hacer ahora.
Cualquiera que nos hubiera visto entonces nos habría llamado locos. Locos por salir de casa con la que estaba cayendo. Locos por solo protegernos con nuestra bufanda del Pucela. Locos por animar, durante los noventa minutos, sin desfallecer. Locos, en definitiva, por disfrutar de nuestra pasión.
Pero a nosotros nunca nos han importado las miradas ni el qué dirán. No, nosotros nunca hemos sido de esos. Las etiquetas siempre han importado poco si era tu mano la que agarraba la mía. Si eras tú el que caminaba a mi lado.
La primera vez que fuimos al José Zorrilla nos fundimos en abrazos que ojalá hubieran sido eternos. En este lluvioso marzo, salimos a aplaudir a la ventana, esperando volver a celebrar lo antes posible. Dos gestos sencillos y mundanos, en los que nunca habíamos reparado, pero que encierran tantos sentimientos y significados.
Mientras escribía esto, ha dejado de llover. Los charcos ocupan la calle, pero los niños no saltan ya en ellos. Quizás mañana salga el sol para recordarnos que, al igual que sucedió entonces, cuando creíamos que el mundo se acababa en una derrota, nuestra fuerza nos llevará a la victoria.