El Athletic Club arrasó a un Real Valladolid que falló lo inimaginable de cara a puerta y que acabó derrotado por uno a cuatro
Hay días en los que la pelota no quiere entrar. Y, por el contrario, hay días en los que, a poco que la bota roce en el cuero, este se dirige al fondo de las mallas.
Lo primero, per se una cuestión de puntería, se convirtió en el gran hándicap del Real Valladolid en su enfrentamiento ante el Athletic Club de Bilbao. Lo segundo, la fortuna de cara a puerta, resultó la principal baza de los leones para llevarse la victoria en su visita a Zorrilla.
Que el Pucela anota poco es algo que dicen las estadísticas. Sin embargo, hay días y días; jornadas y jornadas; partidos y partidos.
El de este domingo, lejos de presentar a un vestuario débil, acongojado ante la fortaleza del rival, consagró a los vallisoletanos como una plantilla que lo compite absolutamente todo. Y no solo eso. Porque hay que decir bien claro que el Real Valladolid, en muchos aspectos, fue mejor que el Athletic de Bilbao.
Lo que ocurre es que sin gol no hay premio, al igual que sin premio no hay alegría. Y bastó con ver los rostros de los futbolistas blanquivioletas para constatar que el resultado final en el electrónico, un contundente 1-4, no se correspondía con el esfuerzo y el nivel que imprimieron los de Sergio González sobre el césped.
Ocurre también que un gol en el minuto 3, cuando aún no han entrado en calor los músculos y las articulaciones, supone un duro varapalo que te hace remar a contracorriente. Y claro, una ventaja como esa, para un equipo como el que visitaba Zorrilla esta jornada, era un dulce demasiado goloso como para desperdiciarlo.
Fue Unai López, con un preciso disparo de falta y en ese fatídico tercer minuto que cambio el rumbo del partido, quien abría un marcador que no pararía de engrosarse hasta el final del cruce. El cruce, además, dejó señalado en el cuadro local a Jordi Masip, que ya en este primer tanto bilbaíno ponía blanda su manopla, algo sintomático de su actitud errática durante todo el enfrentamiento.
Lejos de aminorarse, el Real Valladolid sacaría los dientes y garras tras este jarro de agua fría, acosando a su rival por mediación de Ünal, que peleó como siempre, pero al que le faltó, como también le suele ocurrir, esa precisión en el remate. Lo del turco, qué duda cabe, es una cuestión de puntería. Aunque en este partido no se salvó ninguno de sus compañeros.
Cuestión de puntería también es que, en el minuto 24, con tu rival volcado al ataque, consigas duplicar tu ventaja. Y cuestión de puntería es que lo hagas casi sin despeinarte, como así lo hizo el equipo de Garitano, con una jugada que parece ser lo primero que te enseñan en Lezama, pues no hay cachorro, león o rojiblanco a secas que no tenga grabado en tinta eso de centro medido al área para que mi compañero al remate gane la posición. Así llegó el gol de Raúl García de cabeza, que de puntería va sobrado.
Tras el intervalo, González movió ficha y dio entrada a Hervías, mandando a Míchel a la caseta. ¿El resultado? Mejoró el Real Valladolid, que siguió intentándolo de todas las formas y colores: desde fuera del área, mediante córner, por jugada trenzada, por desmarque, por centro al área… No había manera. Ünal, lógico, se desesperaba.
Los más supersticiosos dirían que sobrevolaba un gafe por Zorrilla, porque fueron casi treinta minutos los que el Pucela traró de acortar distancias sin éxito, percutiendo el área de su oponente. Para mayor desesperación, los rojiblancos creaban peligro en sus pocas, aunque inteligentes, ofensivas en campo contrario.
No obstante, cumplido el 76′, Sandro, que, hablando de supersticiones, parece haberse dejado el gafe en la taquilla, se sacó un golazo de la chistera gracias a una jugada que hacía creer incluso en una posible remontada del Real Valladolid. Ben Arfa salía para añadir pólvora. El estadio, venido arriba.
Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos de esa cuestión de puntería. Porque poco tardó el Athletic en activar de nuevo la maquinaria y anotar dos goles en escasos diez minutos, que corroboraron el hecho de que aquí, en esto del fútbol, no gana el que mejor juega, sino el que más goles anota.
El primero de esos goles fue obra de Iñaki Williams, que aprovechó la indecisión de Masip a la hora de sacar el balón para ahogar, definitivamente, los sueños y esperanzas pucelanas. El segundo, ya cumplido el tiempo reglamentario, llegaría de las botas de Ínigo Córdoba, beneficiario de un mal despeje de Salisu, a un ritmo menor de lo que acostumbra, y que lanzaba un disparo cruzado con el que dibujaba el definitivo 1-4.
El resultado, abultado como hacía mucho que no se sufría, no fue el reflejo de lo que se vio sobre el campo, pero sí la realidad de un problema que parece no tener solución fácil. A los de Sergio les cuesta un mundo anotar. Y eso lastra mucho. El castigo, en cualquier caso, fue demasiado severo.