La colegiada, vallisoletana y asistente internacional, volvió este sábado gracias al Comité Cántabro de Árbitros a la que fue –y es– su casa

Nunca es fácil salir de casa. Implica muchas cosas, como dejar a los tuyos y la incertidumbre de no saber si la apuesta saldrá bien. Si la nueva vida que empieza te devolverá con una sonrisa a casa o con una bofetada. Salir de casa equivale a ganas y miedo a partes iguales, incluso aunque tu ‘empezar de cero’ te encuentres en la mejor de las compañías. Una parte de ti siempre querrá regresar, para quedarte o para confirmar que, aunque eches muchas cosas de menos, la decisión que tomaste te hizo creer… y sobre todo crecer.
Precisamente por todo eso es tan importante el volver. Y eso hizo Silvia Fernández este sábado. Como hija adoptiva de otra comunidad, pero siempre vallisoletana de nacimiento. La ilusión de verla calentar en el córner de los Anexos, no se puede explicar con palabras. De esas ilusiones que, por estos medios, solo podrían explicarse con esos maravillosos GIF’s que las nuevas actualizaciones han traído a nuestras vidas. ¿Sabéis aquel de una niña que agita los brazos feliz a más no poder? Pues algo así. Qué ilusión… y sobre todo qué orgullo.
Hace unos años –no recuerdo bien cuántos– tuve la oportunidad de conocerla, cuando ambas formábamos parte de la Delegación de Árbitros de Valladolid. Compartimos vestuario en una tarde de primeras veces. Su primer partido con asistentes, mi primer arbitraje de juveniles y el primer encuentro de fútbol masculino arbitrado por tres mujeres de esta ciudad.
Lo que no solo no se me olvida, y que recuerdo como si fuera ayer, son los nervios previos a salir. Los murmullos entre los presentes cuando salimos a calentar y, sobre todo, las ganas de hacerlo bien. Salió perfecto, de verdad. Tanto, que cuando la gente me pregunta por mi experiencia como árbitro siempre les hablo de ese partido, y lo hago con una sonrisa de oreja a oreja.
Aquel día, cuando regresamos a nuestro refugio, choques de manos y felicitaciones. Estaba feliz, por mi partido en lo personal y porque, de manera inconsciente, habíamos conectado las tres desde el minuto uno y, como equipo, de todas era la responsabilidad de hacer un buen partido y nuestra el que ella recordara su estreno con asistentes como una victoria y no como un desastre, ni personal ni colectivo. Los nervios se transformaron en emoción, y eso se plasmó desde el calentamiento hasta el final del partido.
Volviendo al presente ya en pasado, el sábado regresó a su casa. Y, a pesar del paso de los años y de las temporadas, de las experiencias, de haber salido de casa, del miedo… ella sigue igual. Igual de pequeña en estatura, con su inseparable coleta ladeada, su carácter sobre el terreno de juego al que a veces acompaña su ‘dedo acusador‘ –con el que bromeamos tras el partido– y, principalmente, con su eterna sonrisa. Qué ilusión volver a verla, de verdad. Y ver que ni el salir de casa y alejarse de su zona de confort, de su gente, ni el miedo ni la incertidumbre, pudo con ella ni con su objetivo de seguir trabajando para ser mejor.
No se fue para triunfar, porque Valladolid fue testigo principal de su internacionalidad. Aquí logró sus primeros éxitos, pero en Torrelavega continuó creciendo, ascendiendo esta temporada a Segunda B. Nada le ha impedido estar aquí el sábado a pesar de ser vallisoletana, y no ocultaba sus ganas de arbitrar en casa. Ha conseguido lo que muchos quisieran pero pocos consiguen, transformar su pasión en su profesión. O quizá duplicar lo primero, por eso de que dicen que aquel que trabaja en lo que le gusta, no trabaja ni un día de su vida. Sea como sea, su apuesta de valiente le salió perfecta, como debía ser, porque las personas como ella no se merecen otra cosa que no sea esa: apostar, ganar y seguir sonriendo. Sigue creciendo, Silvia. En casa, o lejos de ella.