El Pucela ha sido capaz de algo a los que nos tiene poco acostumbrados: dar la vuelta a una situación completamente adversa a medio plazo

Foto: Real Valladolid
La fe podría definirse como aquel sentimiento, normalmente religioso –ya saben aquello de que el fútbol es también devoción–, que lleva a creer en algo que no se puede ver, de lo que no hay pruebas palpables o físicas. Simplemente, uno confía a ciegas sin ninguna necesidad de ello, sin conocer a ciencia cierta si su amor será del todo correspondido por la otra parte.
Pues bien, resulta que esta fe puede traducirse de muchas maneras en el mundo balompédico. Unos profesan su creencia hacia un equipo normalmente acostumbrado a ganar, de manera que las alegrías y los festejos suelen darse de manera constante siendo difícil caer en un pozo de amargura. Otros, no demasiado distantes, se quedan en un término intermedio. A veces se vence, a veces se pierde, y en función del lado del que caiga la moneda suelen llegar sonrisas y lágrimas a partes más o menos iguales.
Y luego está el tercer apartado. Ya saben. El de los que ven caer sus colores al suelo en muchas más ocasiones de las que les gustaría. Aquellos que aprietan los dientes dos de cada tres semanas en las que su escudo termina por detrás de otro en el marcador. Los acostumbrados a la miseria y el polvo por encima del éxito y las guirnaldas doradas. En este rincón, al menos las últimas temporadas, habá encontrado su espacio el Real Valladolid.
Porque la tendencia suele convertirse en costumbre a veces, sí. El Pucela ha provocado muchos más lloros que ilusión desde que cayó a Segunda, allá por 2014. Momentos en los que uno se pregunta por qué sigue subiendo el estadio. Por qué sigue creyendo en esos once tíos con medias que ni siquiera le dan de comer. Gotas de desesperación que recorrían la frente, pero que al final siempre se terminaban superando para regresar el siguiente domingo al templo.
Un rápido recuento. Caída a los infiernos con Juan Ignacio Martínez en el banquillo, en lo que fue un año con siete tristes victorias en 38 partidos y donde se encajaron cuatro goles en hasta ocho de los diecinueve partidos como visitante. Más. Un Rubi sin una idea clara de juego y que terminó por encontrar su cruz en el play-off. Siguió un año con hasta tres entrenadores, tres predicadores que no consiguieron guiar al rebaño. Y después un Paco Herrera que, simplemente, se quedó en profeta en el desierto.
Así es. El Real Valladolid estaba bordeando de manera constante y muy sutil el precipicio de los malos momentos. No solo no sabía dar la cara en el corto plazo, que podría entenderse de un partido concreto cuando el rival se adelantaba y no había casi nunca remontada, sino también en la materia del medio y largo plazo, en no saber levantarse cuando la situación se había puesto comprometida a lo largo de una temporada. Quizá esto explique el letargo por el que parecía estar pasando la ciudad en la época reciente. Si te quitan la sangre, esta no sale cuando te pinchan.
Pero de vez en cuando y contra todo pronóstico se da contra lo que nadie espera, lo que podría considerarse un fenómeno paranormal sin ningún tipo de explicación lógica para el ser humano. Un milagro. Un hecho no achacable a las leyes de la lógica. No le busquen el por qué. Ocurre y ya está.
El Pucela ha conseguido labrar en ocho jornadas, en solo ocho jornadas, algo a lo que no tenía acostumbrada a su afición. Se ha quitado de golpe y desgarro esa pena, ese sambenito de equipo triste incapaz de dar la sorpresa. Ha sido capaz de sacar casta y valor de lo más profundo de su alma. Llama la atención sobremanera que haya conseguido hacerlo además en tan poco tiempo, cuando se trataba de un lastre que llevaba arrastrando varios años. Quizá solo hacía falta sacrificar al animal adecuado.
Y es que esta estela, esta sensación de pupas que iba dejando tras de sí el club blanquivioleta era muy peligrosa. Poco a poco, en estos cuatro largos años, había ido incrustándose en lo más hondo de su ser. Esa identidad de equipo que es una constante decepción, un fracaso continuado. Porque no puede existir peor desgracia para un aficionado que perder la ilusión en el fútbol, por tus colores. Nunca hay que dejar de creer en los milagros. Y estos solo llegan por cuestión de fe.