El pichichi se erige salvador en los últimos minutos con una asistencia genial de un Real Valladolid que amenazó con tirar por la borda otra vez dos tantos de ventaja

Jagoba Arrasate tenía razón. La tuvo cuando el CD Numancia se levantó de un dos a cero al descanso en Zorrilla y la sigue teniendo. Aquella mejora vista en algunos momentos en anteriores encuentros pareció ser un oasis después de que la Cultural Leonesa amenazase con repetir aquello semanas atrás. Que la SD Huesca fuera también capaz de empatar después de una desventaja que debería haber sido definitiva confirma las dos caras del Pucela. La una, la de Mata. La otra, la que aterra.
Es innegable que la quinta victoria consecutiva del Real Valladolid como local tiene valor, pero si lo tiene no es solo por la grandeza de la SD Huesca, de largo, el mejor equipo que ha pasado por Zorrilla en toda la temporada. Lo tiene también porque Jaime Mata vale esos tres puntos y muchos más. Porque sin él, y no es una frase hecha, no habría sido posible de ninguna de las maneras.
Cuando el Huesca despertó, Mata estaba allí. Letal, certero. Goleador. Capaz de aprovechar –con un poco de fortuna– una buena jugada de Antoñito por la línea de fondo para romper la jaula. No habían pasado más que siete minutos y aquello pintaba bien. El Real Valladolid se mostraba poderoso, rotundo a la hora de llevar al marcador el dominio que tuvo hasta el ecuador del primer periodo. Cuando el líder comenzó a triangular y a llevar el balón a su talentosa línea de tres cuartos, el ‘nueve’ rompió a la espalda de la última y definió bien ante Remiro.
Ese segundo tanto desencadenó un grito sagrado que despertó a los dioses. Estos, juguetones, le mostraron a los de Luis César un señuelo en forma de expulsión, la del rosarino Chimy Ávila, torpe y de sangre caliente, aunque no necesariamente en este orden. El dos a cero al descanso y tener un hombre más podía hacer creer al más pintado que el Huesca iba a hincar la rodilla en Zorrilla. Pero Zeus le puso una piedra delante al Valladolid y le dijo «en tus manos está no cometer los errores de Sísifo».
Y sin embargo lo hizo. Los blanquivioletas no se quedaron ciegos, pero tampoco fueron tan astutos como pensaban (al fin y al cabo, a un líder, como a un dios, no se le engaña tan fácilmente). En lugar de quedarse el balón para sí y circularlo cuan trilero en la barraca, creyeron que decirle a los oscenses que «tengo tu nariz» no iba a tener consecuencias, y vaya si las tuvo. Estos, como el Numancia, la Cultural y tantos otros, vieron el partido abierto y en él la posibilidad de empatar.
Ni Sampedro ni sus jugadores fueron capaces de frenar la caída, de aminorar el ritmo, de parar el juego y de evitar que los de Rubi se adueñaran del cuero. Era cuestión de tiempo, visto el vendaval de fútbol que fueron en los primeros minutos de la reanudación, que acortaran distancias. Lo hizo con un disparo desde la frontal Luso, que además tuvo la fortuna de que el tiro chocó en Calero.
El dos a uno fue como ver cómo la piedra se precipitaba por primera vez colina abajo. El banquillo se movió y entraron Toni y Plano para hacer aquello que antes no había pasado, y funcionó, aunque por poco tiempo. Hubo un par de posesiones largas en sus primeros minutos, en los que hasta se llegó a amenazar de nuevo tímidamente la portería de Remiro. Sin embargo, el desastre, el mito, parecía escrito.
El Pucela parecía destinado a cometer errores del pasado y ver la roca caer nuevamente, y así lo hizo. Un penalti absurdo y claro de Kiko Olivas, que sacó el brazo a pasear incomprensiblemente cuando no tocaba –como si alguna vez tocase– permitió a Melero empatar con veinte minutos por jugarse, todo un mundo cuando se trata de las torpezas de los blanquivioletas, que se vieron atenazados y amenazados en lo siguiente.
El partido se abrió porque la remontada fue un espaldarazo en el ánimo del Huesca y porque los locales no podían conformarse. Lanzada la moneda al aire, podía caer de un lado, del otro o de canto. Y mientras en la grada había un runrún y más de uno afilaba sus tuits, apareció de nuevo Mata para decirles que no tan rápido.
Con su fe, y con calidad, porque también hay que tenerla para hacer lo que hizo, hizo una acción genial de espaldas a puerta que dejó en franquía a Plano delante de Remiro. Y el mostoleño no falló. Gritó, como gritó Zorrilla, desencadenado y aliviado por lo que estaba sufriendo, pero todavía había tiempo para que las deidades volvieran a reírse y hasta Remiro subió por dos veces en sendas jugadas a balón parado a ver si descolgaba del cielo algún rayo que petrificase a su rival y sus ánimos.
Masip y los más de once mil asistentes vieron pasar por delante de sus ojos los noventa y tantos minutos cuando uno de esos disparos llovidos acabó en el área y el guardameta oscense titubeó. Quién sabe qué hubiera sucedido si, como pareció pedirle el cuerpo, se hubiese lanzado de tijereta. No lo hizo, o no se lo indicó Zeus; dio tregua a un Real Valladolid que casi ve de nuevo como todo se va montaña abajo. No tocaba esta vez. Gritar veintitrés veces Mata, como tantos goles lleva el pichichi, tenía que servir para algo.