El Real Valladolid dice adiós al play-off tras la victoria del Huesca ante el Levante que hace que ganar al Cádiz (1-0) sea en balde
Llega un momento en el que se acaban las palabras y lo mejor que uno puede hacer es callar. Pararse a pensar por qué no fue lo que pudo haber sido. Reflexionar sobre qué ha fallado, preguntarse qué ha salido mal para que en ese momento estés en silencio, con la mirada perdida y pensando lo duro que es morir en la orilla.
En ocasiones se comete la imprudencia de pensar que con las ganas, con el corazón, con el alma incluso, las cosas se consiguen. Es lo bonito de las ilusiones. Pero las ilusiones a veces se quedan en eso, en esperanzas que no van a más. Y cuando te das cuentas de que ese anhelo se esfuma, callas.
Minuto sesenta. El José Zorrilla, tras una semana de una campaña basada en creer, en convencerse de que el play-off estaba más cerca de lo que se pensaba, estaba expectante. Quedaba media hora. Sabía que el Real Valladolid tenía que ganar y esperar a que el Huesca no hiciera lo propio ante el Levante, que para más inri, estaba con un hombre menos desde el minuto 58.
Raúl de Tomás controla un balón dentro del área, recorta y es zancadilleado. Eso era penalti, de los claros, nadie dudó. Tampoco al árbitro, que lo pitó sin pensarlo dos veces. Si marcaba, el Real Valladolid estaría de nuevo en zona de promoción. De Tomás, el hombre de la temporada, iba a dar el play-off al Pucela desde los once metros.
Caprichos del destino. Al Real Valladolid no le hará falta meter el penalti para ser sexto, y menos mal, porque en los transistores se oyó aquello con lo que la hinchada había soñado toda la semana: “Gol del Levante”.
El éxtasis, la euforia; por fin, los blanquivioletas se encontraban con la fortuna. Tan solo a once metros de lograrlo, y en la pierna del hombre que los había llevado en volandas hasta ese momento soñado. No podría haber otro desenlace que no fuera el del gol, pero se olvidaba el detalle de que el protagonista de todo ello era el Real Valladolid.
Aunque pese a no entrar, seguían en la promoción, pero ya todos sabían que casi todo estaba en juego en el Ciutat de Valencia. Y si no, lo adivinarían más tarde. Tan solo siete minutos después. El Huesca empataba. No era el fin del mundo, el Real Valladolid seguía a un gol del objetivo.
Al fin y al cabo, por así decirlo, dependía de él durante unos minutos. Y, a regañadientes, como todo el partido –y toda la temporada– lo intentaba, con meros susurros a un área del Cádiz que se pisó con timidez, con miedo, con tedio a esa noticia que iba a acabar llegando, era irrevocable. Y con ella, el silencio.
La afición vio reflejada en esos quince minutos la temporada. Altibajos, uno detrás de otro. De repente estás arriba y al minuto –o a la jornada siguiente– estás abajo. El segundo gol del Huesca silenció a un José Zorrilla que creyó, aunque fuera a su manera, con la timidez habitual, y eso que el partido en casi ningún momento llamó a ello.
Una primera parte más propia de un entrenamiento, con cinco minutos de auge al inicio, y con cuarenta de “a ver si hay suerte y cae un gol”. Y con un Cádiz que tan solo fue una comparsa, un invitado a la agonía y posterior “muerte” del Real Valladolid en el encuentro.
Ese gol de Samu Sáiz para el Huesca que suponía el 1-2 firmó el epitafio pucelano. Y por ello los últimos quince minutos, además de para ver el golazo que dio la victoria -que fue de Villar, para rematar la faena- sirvieron para pensar. Pensar qué pasó en Miranda en ese último minuto, recordar aquella derrota por seis goles a dos ante un filial, recapacitar sobre qué sucedió en Reus para no lograr el punto con el que ahora mismo se estaría celebrando el play-off.
Y en definitiva, ese cuarto de hora sirvió de resignación, para ir pensando que no, que otro año más no. Que toca esperar al menos otra temporada entera para ver al equipo luchar por ese ascenso que se convierte en una obsesión. Ante lo sencillo que hubiera sido explotar, silbar, recriminar al equipo el por qué de todo –que no es poco–, el José Zorrilla prefirió callar.