Gran parte de la afición del Real Valladolid ha comenzado a creer en el momento final de la temporada
Dicen que cada uno es hijo de su tiempo, y no lo pongo en duda (siempre he seguido al pie de la letra a Ortega en aquello de las circunstancias), pero es en estas mismas donde encontramos el complemento a esa frase tan recurrente: cada uno es hijo, también, de su lugar.
No creo que, por ejemplo, el carácter vallisoletano (sí, el del topicazo, el que es tan cierto como que la niebla aquí es un muro de frustraciones) sea cuestión de azar. El paisaje, el entorno, modula. Claro, que luego aparecen las distinciones individuales, pero es que el conjunto de estas el que, precisamente, conforma el tópico que a nosotros nos resume en gente agria, distante, poco proclive al afecto social, de difícil relación… Fríos, dice el eufemismo.
Considerando estos rasgos como algo veraz, casi como un dogma, puede extrañarnos que fuera un vecino de la propia ciudad quien diera la vuelta definitiva al mito del don Juan a través de su Tenorio, pese a que bien podría ser él una reencarnación del mito a orillas del Pisuerga.
Sí, hablamos de un hombre cuya relación con su padre, regidor sustituto de la ciudad entre otros cargos, fue tormentosa (de hecho, que el personaje de don Juan Tenorio mate a su padre no es casual), ya que este creía que no pegaba un palo al agua; ese mismo hombre que tiene una calle, un instituto, una plaza, un teatro… y hasta un estadio de fútbol al que aún tildan de nuevo. Pues ese mismo nos habló, y de manera extraordinaria, del más indecente, mujeriego y pendenciero personaje de la historia de la literatura, en lo que a mitos se refiere.
Sin embargo, todo tiene trampa: el final del don Juan de Zorrilla difiere del de otros tantos en que el protagonista, finalmente, se arrepiente y salva su alma por medio del amor que procesa a Doña Inés, quien intercede por el pecaminoso don Juan. En definitiva: fuera del tratamiento del verso, José Zorrilla presenta, como novedad, la salvación del don Juan a través del amor, que es símbolo de arrepentimiento, algo que desde que Tirso de Molina comenzara a caminar sobre este mito, no se había visto demasiado.
Quizás la piadosa sociedad vallisoletana, o sea, el entorno (casi contrarreformista) hiciera mella en el joven Zorrilla para que, al escribir su gran obra, entrara en ella la salvación, el arrepentimiento y el amor. Pudiera ser que a un vallisoletano no le sonara muy veraz aquello de un hombre vendiendo mujeres, atropellando la razón, burlando a la justicia… Sea como fuere, su obra está ahí.
Más de siglo y medio después, el arrepentimiento vuelve a asomarse a Zorrilla. En esta ocasión, para con el equipo de fútbol de su ciudad, o mejor dicho, su afición, o mejor dicho, los que no creíamos. Así, en general, ni en play-off ni en ascenso.
Como hijos del Tenorio de Zorrilla, nos abrazamos ahora al arrepentimiento de no haber creído, de no haber amado (ciegamente), y pedimos ahora como cobardes en la hora de los valientes. Porque sí, también es la hora de estos, los jugadores, que son los destinados a callar el ‘qué te dije’. Ya saben el dicho: «Arrepentidos los quiere el señor»; incluso cuando hemos creído tan poco en este Real Valladolid, o cuando somos tan infieles o mujeriegos como don Juan Tenorio o el propio José Zorrilla.