El equipo blanquivioleta es, a día de hoy, algo vergonzante y doloroso para sus aficionados
Corría el verano del dos mil. Yo estaba en casa cuando llegó mi padre y me comunicó la noticia: «Se va Víctor al Villarreal». Para un niño como yo, esa noticia era inexplicable. ¿Por qué se iba mi ídolo a un equipo que era un recién ascendido, a un equipo que no era nada? ¡Que nosotros somos el Real Valladolid!
Cuatro años más tarde, volvería al llanto debido a algo relacionado con el equipo blanquivioleta de nuevo. Otra vez el Villarreal se encontraba de por medio, pero doblegarle por tres goles a cero no fue suficiente para aplacar los lloros: descendíamos a Segunda División, donde nunca lo había visto.
Trece años después, uno da gracias a Dios por no ser un niño. No me imagino las lágrimas que derramaría ahora que el equipo de mis amores es una vergüenza. Ser del Real Valladolid nunca será vergonzoso, pero a día de hoy, el equipo sí lo es. Lo peor de todo no es que aquel niño, hoy en día, acumularía, uno tras otro, disgustos teñidos de blanco y violeta, sino que otros de edad similar es imposible que hoy en día se interesen lo más mínimo por esta vergüenza de equipo.
El que ya esté contagiado contará con una paciencia infinita, pero es imposible ya no crecer, sino no continuar en franca decadencia en lo que al apoyo de la afición se refiere. Es imposible generar nuevos seguidores en un equipo que es un espanto.
Tras el primer descenso, yo me preguntaba si había algo peor que bajar a Segunda División. Al finalizar sextos la siguiente temporada en la categoría de plata, estaba convencido de que no se podían hacer peor las cosas. ¡Qué inocente es un niño!
Muy probablemente, las lágrimas por el Real Valladolid se me hayan ido secando a la vez que me he ido haciendo mayor, pero no descartaría que el motivo venga también motivado porque, acostumbrado al desastre, en medio de este valle de lágrimas, llorar ya no sea expresión de nada cuando siempre se acaba encontrando una situación más triste y penosa que la anterior.
La última, perder con un filial encajando seis goles. Con el segundo equipo de un club que descendió a Segunda División el año en que yo lloré la marcha de Víctor. Uno dirá que cuántas vueltas da el fútbol, que cuánto cambian las cosas, pero de un tiempo a esta parte, y especialmente en los últimos tiempos, ser del Pucela es nadar contracorriente en un valle de lágrimas.
Lo verdaderamente preocupante no es que el equipo sea una vergüenza, ni que alguno se ahogue harto de patalear entre tanto llanto, sino que en un valle anegado por las lágrimas es imposible que brote nada, que algo crezca.
Escribo para contar absolutamente nada, y además lo hago con una forma nada elegante. Hoy escribo para desahogarme y para avisar de que yo puedo hacerlo aquí (porque el contexto no solo me lo permite, sino que me lo exige) pero que el resto de aficionados donde lo pueden hacer es en el estadio. Y no solo tienen derecho a hacerlo; yo empiezo a pensar que deben hacerlo.