El Real Valladolid pierde ante el Nàstic de Tarragona una ocasión de oro para dar un paso adelante en el enésimo tortazo de la temporada

Como si a estas alturas todavía hiciera falta, el Real Valladolid confirmó ante el Nàstic de Tarragona que es un mentiroso compulsivo. Cayó derrotado y perdió una ocasión de oro para dar un paso adelante en la clasificación en el enésimo tortazo de la temporada. Lo hizo sin merecerlo, como es casi un habitual, en un partido que no se puede ajustar por muy poco a aquello de que jugaron como nunca y perdieron como siempre.
Porque los blanquivioletas tampoco es que jugasen tan bien, si por bien se entiende bonito. Es verdad que fueron mejores, sobre todo en una primera mitad bastante potable, pero como lo que determina la superioridad es la capacidad de decidir en las áreas, no se puede decir que fueran eso.
El dibujo con tres centrales y dos carrileros ya no fue novedad, sino confirmado. Con el equipo bien abierto y con las alas desplegadas en ataque llegó a dar sensación de verdadero peligro, pero casi siempre cuando fue vertical y se dejó de rodeos. Como si el rombo siguiera aún ahí, perenne e impertérrito, amasó la posesión siendo en realidad inofensivo.
Por momentos, y no pocos, dio la sensación de que Leão sobraba (aunque más tarde se vería que no), ya que, con el balón el portugués era irrelevante, debido a que eran otros los que lo jugaban en todas las fases: en la salida, Guitián y Rafa; en la creación, Míchel más que Jordán; en la generación, Ángel y más Jordán que Míchel; y en la finalización, los dos atacantes. Su situación solo se entendía porque era el cuarto hombre en defensa, y ay, cómo se le echaría luego de menos.
Otra vez andaba el Real Valladolid enrocado en querer ser dominador horizontalidad mediante. Y como el Nàstic estaba bien plantadito, el pase en zonas alejadas del área dejaba la misma impronta de siempre cuando estos se encadenan: el de un rival inofensivo. Pero otro gallo cantaba cuando corría, se olvidaba de la asociación por seguridad y se arriesgaba; entonces sí, entonces las ocasiones llegaban.
La producción ofensiva durante la primera parte fue alta, con un par de oportunidades de Juan Villar, un centro con marchamo de gol de Jordán o un buen disparo de Ángel que repelió Reina. Ninguna acabó allí donde la pasión se desboca, en una red que el cuero debía acariciar, y sin embargo no. Como en el balompié la justicia la hacen los goles, hablemos de merecimiento: el Pucela lo merecía.
Inocentón, adoleció de acierto, como acostumbra. Todo lo contrario que su enemigo, que pudo marcar mediado el primer periodo en una acción a pelota parada que despejó Míchel bajo palos y que lo hizo cerca del descanso. En el minuto 39, Sergio Tejera colgó una falta lateral, Becerra salió mal (en efecto, otra vez) y Perone remató a gol.
El plan ya no valía. A la vuelta de vestuarios Paco Herrera dio entrada a Drazic por Álex Pérez, el peor de la zaga hasta un error tardío de Guitián. El cambio de dibujo surtió un efecto gaseosa, aunque hasta que terminó de perder fuerza, el serbio fue un incordio para la defensa grana. El premio no lo tuvo él, aunque su continuo fuera-dentro en banda derecha y su movilidad en el frente de ataque trajo peligro.
Esa recompensa no tardó en llegar, y lo hizo desde los once metros. Juan Villar sufrió un penalti clarísimo por un empujón y lo convirtió en el tanto del empate, previa discusión con Míchel y antes de señalarse la espalda junto a la grada, como si sus ‘batallitas’ fueran necesarias cuando las de verdad se están perdiendo.
Sin paños calientes: olía a remontada, porque a pesar de que cada vez jugaba peor, el Real Valladolid no perdió la fe. Las lesiones de Rafa y de Leão, así como la intención clara de ganar, llevó a perder el norte, porque querer más no siempre es querer mejor. Así, José y Villar hicieron la guerra por su cuenta y de nada sirvió, Drazic se creyó capaz de hacer más de lo que sabe y nada salía.
Todavía no había sido sustituido cuando llegó el gol del triunfo de los catalanes, pero André Leão ya no era él, ni el conjunto el mismo. Tener un jugador menos en el cinturón de seguridad fue como verse desnudo. Míchel se la dio a Villar en una jugada en la que los dos erraron, porque el uno estaba encimado y el otro estaba escondido, y el Nàstic se favoreció del fallo.
Manu Barreiro ganó la partida a Guitián y picó por encima de Becerra, para desgracia de los once blanquivioletas y alguno más, pero no todos, pues la mayoría de los siete mil y pico estaban anestesiados y esta vez ni tan siquiera silbó cuando todo acabó. Antes de que finalizara el choque había quince minutos por disputarse, pero de nada sirvieron. Una de esas guerras de José fue el único atisbo de un empate que jamás llegó.
El Real Valladolid tiró así por la borda cuanto se encontró en aquella isla llamada Santo Domingo. Fue de más a menos y perdió ante un rival mucho más flojo, pero que acertó donde se debe: en las áreas. Consumidas ya tantas jornadas de nada vale el quedarse a las puertas de algo, hay que atravesarlas con una convicción que no fue excesiva con tres centrales y en ningún caso cambiado el dibujo.
Y no por contar mil veces esa mentira del buen juego esta se tornará real. Los de Paco Herrera no fueron ni inferiores ni peores que los de Juan Merino, pero tampoco fueron la Holanda de Cruyff. Y no tienen que serlo; bastaría recordar a la tacaña Grecia que se llevó aquella Eurocopa de Portugal. Pero tampoco. Y así les va, de decepción en decepción, y van…