Juan Villar todavía no ha alcanzado su mejor punto de forma; lleva dos goles, por los cuatro que había marcado la temporada pasada a estas alturas

A Juan Villar «todavía le falta un poquito». No lo dice quien escribe, lo dice Paco Herrera. O lo dijo, mejor dicho, en pasado, después del partido ante el Sevilla Atlético. Aún «le cuesta tener la condición de ida y vuelta» que el técnico ve en el resto, aunque, a falta de esa chispa, lleva dos goles. Los ha hecho en 531 minutos, menos de los que podría llevar de no ser por la inoportuna lesión que le tuvo en el dique seco en el arranque del curso.
Destacó también Herrera «su facilidad para hacer gol» y recordó que «es un jugador muy importante para el equipo». Por esto le espera y por lo primero insiste en mantener su vitola de titular a pesar de que aún no es él, aquel que deslumbró la campaña pasada. Basta decir que a estas alturas solo se había perdido una jornada, por sanción, y llevaba cuatro tantos en 878 minutos, uno cada 219’5, frente a los 265’5 de la actualidad.
Esos 46 minutos de diferencia parecen un abismo, y más cuando los blanquivioletas han marcado dos goles menos que el año pasado en las trece primeras jornadas. Pero lo es más si se disocia la imagen de las estadísticas, toda vez que no solo lleva menos tantos: también le falta duende.
Ese que lleva en el sobrenombre. Hasta el momento no ha sido ‘El Duende de Aroche’, ese que demostraba torería a espuertas, una clase que le convirtió en uno de los atacantes más decisivos de la categoría. Hoy, como al artista al que abandonan las musas y se encierra en sí mismo, como al matador cuya muleta no traza lo que la mente dibuja, se le ve apagado, taciturno.
Si se le espera es porque quince goles en una temporada no pueden ser casualidad, y porque si no lo es su manejo a la hora de ‘matar’, menos es el fútbol que le encumbró en medio del derrumbe. Si es incisivo es por la potencia de su arrancada y por su habilidad en el regate, que le permiten ser tanto el fuera-dentro que requiere el actual dibujo como ejercer como extremo puro.
Si fuera torero, Villar sería Talavante; tan genio, tan grande, tan artista y muy de verdad cuando es él, aunque tan intermitente en ocasiones que llega a parecer menos. Es eso lo que llega a desesperar del pacense al aficionado a los toros, como llega a exasperar en el onubense que no esté cuando no está. Es tan difícil explicar la sensación que deja ‘El Duende’ cuando se minimiza…
Con perdón de los lectores antitaurinos (quien escribe lleva años sin pisar una plaza, revelado como ya no ‘tan’ aficionado), el reclamo que cabe hacer a Villar, por continuar con el símil, es que si hace falta que cante, que le cante al balón, o que lo haga al defensa, como el pacense cantó un día por bulerías en la cara del astado en la plaza de Mérida, tentándolo, y tentándose a la vez a sí mismo, queriendo ser lo que es, un grande.