El canterano se marchó ovacionado ante el Girona después de renovar votos con una afición que festeja su pujanza en el primer equipo y que le jaleó en mayo ante el mismo rival

Zorrilla habló cuando José se arrancó ante el Girona. No sucedió el sábado, sino el veinticuatro de mayo, en la jornada cuadragésima. El de Talavera de la Reina cogió el balón en la zona de tres cuartos y echó a correr, estorbado por rivales. Encimado, disparó a la puerta de Isaac Becerra, hoy compañeros, y agitó a la hinchada, que profirió cánticos a favor de jugadores de su condición y en contra de otros.
Hay quien opina, como el autor de estas líneas, que en aquel momento, triste y crispado, la afición habría coreado el nombre de un alevín si hubiera tenido ocasión. Pero fue él quien la tuvo, Arnaiz, quien venía cuajando una temporada de un nivel altísimo en el filial. Con su buen fútbol venía demandando la oportunidad brindada. A la postre, el reclamo favorable a la cantera halló respuesta en los dos más meritorios, él y Ángel, aunque amenaza con quedarse a medias en lo demás, algo que, no obstante, no importará si la vaca da leche, que diría alguien desde las oficinas.
Aquella carrera pareció marca de la casa, pero no fue tal. La presión, del rival y del momento, hizo que José corriera como encogido, como apocado. Prueba de ello fue su definición, floja, mordida, tan tímida como el primer beso. Como nuestros ancestros, eso ya no pasa. Ahora camina –galopa– erguido y todo aquello no es más que un agridulce recuerdo; algo que guardar en la memoria por ser la primera vez de la grada coreando su nombre, aunque fuera como simple madero, como celebrar el reintegro en un décimo tras comprar cuatro.
Así abandonó el sábado Zorrilla; pecho henchido, amplia sonrisa. Humilde en el verbo y alegre en la mirada, porque sabe que esto no ha hecho más que empezar, pero gozoso con que la afición le reconociera en pie su buen hacer. Daba igual que hace meses fueran 6.730 entonces y solo 1.226 más en esta ocasión. Lo importante es el agasajo.
A veces, cuando uno lo ve jugar, piensa en la batalla, como si fuera solo eso. Y si solo fuera eso no jugaría. Cabe remontarse a las palabras de Manu Ginobili tras la derrota ante Lituania en los últimos Juegos Olímpicos: «Pasa habitualmente en nuestro país –en el suyo y el nuestro–, pensamos que todo se gana con huevos, y no, se gana jugando bien; después le tienes que cargar huevos y coraje […]. No alcanza [con eso], hay que jugar bien también».
José se ha definido por su fe en estas tres primeras jornadas, pero no solo. Por su verticalidad, en un análisis a vuelapluma, poco detallado, a alguien le puede parecer que es lo que le define, y no. Lo que da sentido a su titularidad es la capacidad de filtrarse en diferentes zonas del campo y ser difícil de defender en todas ellas.
Sorpresivamente, está desplazando a Jaime Mata de su zona de influencia habitual, la central, hacia el costado izquierdo. Así lo ha querido Paco Herrera y por ahora el movimiento es certero: el madrileño está ofreciendo buenas actuaciones y el talaverano resulta una especie rara avis. No está obrando ni como nueve puro ni como falso; no es algo definido, es la definición en sí misma.
No se le adivina un campo de actuación exacto ni participa solamente en una de las fases del juego, y es ahí, en una indeterminación bien entendida, en que simplemente fluye, donde radica el éxito. El hambre y la confianza depositada por el técnico influyen también, claro está, como el estado de forma en el que se encuentra. Pero quizá, por encima de todo, si luce es porque su posición no es exacta.
Dio los tres puntos al equipo en la primera jornada, mantuvo su condición en las dos siguientes y en el ‘día de autos’ provocó el penalti que convertiría Mata en su primer tanto oficial con la casaca blanca y violeta. Más tarde se pronunciaría su presidente, Carlos Suárez: «Va a ser muy difícil quitarle la titularidad». Y no le falta razón.
Porque tiene ganas y fútbol, como demostró el curso pasado en los dos ratos en los que le permitieron hacerlo con el primer equipo y, sobre todo, en un filial que ,si quedaba alguna duda, ha confirmado que ya no es para él. «The show must go on», cantaba el cumpleañero y malogrado Freddie Mercury, y sí, el espectáculo debe continuar. En su caso, ya, con la afición en el bolsillo, con la promesa de, si sigue por este camino, convertirlo en el nuevo ídolo.