Álvaro Rubio abandona el Real Valladolid después de diez temporadas, en las que jugó más de trescientos partidos oficiales

Han pasado ya más de diez años. Con el pelo alborotado, como lo ha llevado siempre –única licencia que se concedió al desorden–, Álvaro Rubio fue presentado por Carlos Suárez como nuevo jugador del Real Valladolid un seis de julio. Dijo el presidente que era «muy parecido al Jesús de la buena época». El paso del tiempo, finalmente, le ha situado varios peldaños por encima.
El mediocentro riojano no vestirá más la remera blanca y violeta. En todo este tiempo lo hizo en 310 ocasiones en partidos oficiales, los cuales le sitúan nada menos que como el octavo jugador con más entorchados. Aunque tristemente haya culminado su trayectoria como blanquivioleta en Segunda División, por ello, no se le puede considerar nada menos que histórico.
No importa que su fútbol no siempre fuera tendencia. Tampoco que en el catálogo de líderes deportivos no siempre fuera el primero. Aunque las miradas fueran hacia otros, él siempre estaba allí. Y aunque partícipe, nunca fue señalado como principal culpable de los fracasos vividos.
Fue partícipe del Real Valladolid de los récords que dirigió José Luis Mendilibar. Junto a Alberto, Pedro López, Iñaki Bea y Víctor, fue de los pocos que sumó más de 3.000 minutos en aquel año histórico, compartiendo zona con un Borja Fernández con quien se reencontraría en la primera mitad de este 2016. A sus veintisiete años, aquel fue su momento, o por lo menos el comienzo.
Y es que nunca rendiría más y nunca jugaría mejor que con Mendilibar. Y eso que le llamaban ‘El Sobrinillo’. Como si a él no le exigiera el bueno de Mendi. Como si fuera de verdad un enchufado, y no el motor, el faro, el encargado de la distribución de un equipo intenso y aguerrido, pero que sabía jugar –y muy bien– al fútbol. En sus dos siguientes años en Primera volvió a jugar más de treinta partidos: 37 el primero, 34 el segundo.
Una de sus peores temporadas, sino la peor, fue la de su primer descenso. Sus continuos problemas de espalda y esa supuesta filia de Mendi hicieron que un sector de la afición le señalara. Impotente, no pudo más que acumular dieciséis apariciones en el que sería su curso con menos minutos en toda su trayectoria como blanquivioleta, incluidos los dos últimos, en los que perdió protagonismo.
La Segunda le brindó una nueva oportunidad. Después de un pobre reencuentro con la categoría, llegó Djukic, y con él, su resurgir. Otra vez faro, otra vez guía, esta vez con Víctor Pérez. Creció ligeramente liberado, casualidad o causalidad, una vez su juego pudo ser más mirando al frente, ya que con el serbio la salida era diferente (al menos en sus primeros tiempos), no tan lavolpiana.
Con el almirante vivió otro ascenso y otra merecida etapa en Primera. Lástima que también fuera merecido el nuevo descenso… Antes, sumó más de sesenta apariciones más en la élite, con su fútbol de seda, a veces, y otras, por culpa de que no ayudaba el contexto, inconsistente. Y esto es lo que se encontró en sus dos últimas campañas, con el agravante de que pasó a ser sustituible.
Si bien Rubi apostó de inicio por el juego de posición, no dio con la tecla. En su marcha atrás concibió un centro del campo en el que Leão y Timor nunca faltaban, en pos de un equilibrio que, por los años, el desgaste, o lo que quiera que sea, se supone que Rubio no ofrecía. Así, no solo se renunció a los manidos triángulos: también a trenzar.
Solo con la aparición de un trivote reapareció, como agua de mayo. Aunque palió la sed ligeramente, fue insuficiente. Nunca el equipo, con o sin él, fue consistente, y si no había sido dominador absoluto con treinta años, mucho menos fue capaz de serlo con cinco más. Luego, a aquello, le sucedió un desastre que solo habría sido peor si el Real Valladolid hubiera descendido, puestos con los que coqueteó.
A pesar de sus limitaciones, la pasada campaña jugó casi treinta partidos. Treinta veces en las que dolió, unas porque se veía que no estaba al nivel de antaño y otras porque a su alrededor solo se veían fugas de agua y asnos incapaces de sacar una sola nota a la lira. Pero cada vez que fue él… Cada vez que fue él se le extrañó antes de que se fuera.
Tristemente, y seguramente con tristeza, así cerró su etapa, dando los últimos coletazos de todo lo que fue, que fue mucho, y provocando un embargo de melancolía y de esa sensación que siempre hubo: que pudo ser más. Porque su fútbol siempre supo a poco, y todavía hoy sabe. Aún hoy parece que no fue para tanto… y sin embargo, deja un inevitable vacío, solo a la altura de los grandes. De lo que, en silencio, fue.