La coincidencia de Álvaro Rubio con algunos emblemas y su propio carácter le impidieron ser tan líder como podría haber sido; las decisiones de la cúpula, no ser siempre alrededor de quien todo debía girar en el Real Valladolid

Álvaro Rubio ha sido capitán del Real Valladolid durante las últimas temporadas. Sin embargo, no tantas como podía, dado que el destino quiso que compartiera vestuario con dos de los jugadores con más partidos en la historia de la entidad, como son Alberto Marcos y Víctor Fernández, y con Javier Baraja, con menos entorchados –Rubio es el octavo futbolista con más encuentros–, pero de la casa.
El riojano portó el brazalete en no pocas ocasiones, pero incluso a pesar de la inestabilidad que vivió, de los continuos cambios que le rodearon, no fueron tantas como, porqué no decirlo, habría merecido. Fue esa su historia, la del «cuánto pudo haber sido y no llegó a ser», no porque fuera poco, sino porque se le adivinaba incluso más.
Se le adivinaba un referente casi sin parangón este siglo, aunque a la postre se quedara a medias. Más que como una crítica, se ha de entender esto como un lamento de la realidad. De fútbol de seda y humildad por bandera, se le achacó siempre falta de ambición para crecer, pero seguramente gracias a que no creció se convirtió en lo que es para Zorrilla, que pese a afirmaciones anteriores no es poco.
Dentro del campo se le recuerda organizando, a los que vestían su misma remera o un fútbol que no acabó de ser patrón. He ahí un debe de quienes comandaron la nave: pudiendo convertirle en aquel alrededor de quien girar, no se prolongó un modelo en torno a su juego, cuando quizá se podría haber hecho y seguramente él lo mereció.
Cuando arribó lo hizo con la vitola de haber sido campeón del mundo sub 20 en 1999, formando parte de una generación que luego elevaría a los cielos de Sudáfrica la Copa Jules Rimet. Cierto es que por aquel entonces en España ‘La Roja’ aún era ‘furiosa’, pero aquel título fue indicador de un potencial que en el caso de algunos no explotó, y sin embargo en el suyo devino en un jugador de Primera, aunque no siempre fuera esta su categoría.
La cuestión es que tendría que haberlo sido. Participó en el desastre colectivo cuando se produjo, pero jamás fue identificado como su mayor artífice. En tiempos en los que se habla de deudas de fútbol –de la Champions con el Atleti, del Balón de Oro a Xavi e Iniesta…–, puede decirse que los 204 partidos que jugó en Primera División (153 de blanquivioleta), se antojan escasos. Si no fueron más, fue porque estuvo rodeado de fracaso.
Pero nunca alzó la voz. De ahí que, brazalete al margen, si fue líder lo fue silencioso. Lo cual no ha de hacerse de menos, aunque puede que se necesitara a veces otra cosa. Formaba parte de él, sin embargo, el respetar los códigos del vestuario y no señalar públicamente; intentar revertir sobre el campo la pobreza, y no como algún otro, a través del verbo fácil y luego no ser suficiente sobre el pasto.
No obstante, puede que haya quien echara en falta algún golpe suyo sobre la mesa. Que seguramente lo hubo, aunque no trascendieran. No solo seguramente: alguno hubo, aunque no haya trascendido. Porque tampoco él lo ha pasado bien en estos últimos años, en los que la blanquivioleta no ha lucido, sino que ha sido mostrada demacrada, como Amy antes de perecer.
No serán pocos los que crean que fue mucho, y así fue, y por eso se le lloraba antes de que lo dejara, pero por eso y porque pudo ser todavía más, muchas veces ha sabido a poco; muchas veces ha podido parecer que fue menos de cuanto se le podía imaginar. Porque así, idealizado, fue querido. Porque eso, ser idealizado, mereció.