Hay un terror de manos en el alba,
Un rechinar de puerta, una sospecha,
Un grito que horada como una espada,
Un ojo desorbitado que me espía.
Hay un fragor de fin y de derrumbe,
Un enfermo que rompe una receta,
Un niño que llora medio ahogado,
Un juramento que nadie acepta,
Una esquina que salta de emboscada,
Un trazo negro, un brazo que repele,
Un resto de comida masticada,
Una mujer golpeada que se acuesta.
Nueve círculos de infierno tuvo el sueño,
Doce pruebas mortales que vencer,
Pero nace el día, y el día recompongo:
Tenía que ser, amor, tenía que ser.
Pesadillas, esas que nos acechan y nos mantienen en vilo una noche entera. Las que nos hacen temblar, ya en la lucidez del día, con su recuerdo. Las mismas que Saramago reflejó en sus versos y con las que tan familiarizados están los seguidores del Real Valladolid.
Como si de una historia se tratase, de esas que se cuentan en los campamentos frente a una hoguera. Esas que hablan de monstruos, de asesinos y en las que, rara vez, el protagonista sale bien parado. Una historia para no dormir que lleva repitiéndose demasiadas veces en el José Zorrilla.
Una sospecha que se cierne sobre la parroquia blanquivioleta cada vez que rueda el balón. Da igual que la pretemporada haya sido un éxito, que parezca — por enésima vez — que el equipo por fin despega, que se fiche a jugadores con nombres impronunciables cuyo currículum ha sido impresionante. Da igual. La sombra de la sospecha continúa instalada sobre Valladolid.
Y no es que el Pucela no tenga una buena afición. De hecho, su afición es la única que continúa al pie del cañon batalla tras batalla, noche tras noche. No, no es eso. Pero el hartazgo, el temor y, sobre todo, el cansancio van haciendo mella. Al igual que ese niño que, aterrado con los monstruos que imagina debajo de su cama, corre a la habitación de sus padres. Intenta no dormirse: el ogro que tanto miedo le provoca no puede volver a alcanzarle. Pero el cansancio puede con él y vuelve a caer en los brazos de Morfeo.
Algo parecido ocurre en Zorrilla. «Es la última vez que vengo», se oye en un sector de la grada. Aunque dos semanas más tarde ese aficionado vuelve a estar ahí, animando. ¿Y qué sucede? Pues que se repite la misma historia de siempre. La misma que, esa noche, le quitará el sueño y hará que al día siguiente siga sintiendo ese temo, esa sospecha, esa angustia.
Hasta que un día, el cansancio acaba por vencerlo. Empezará de una forma inocente, como si de un juego de niños se tratara. Una tarde su asiento se queda vacío por el frío que asola la ciudad. «Es solo una tarde, apenas hay dos grados y no quiero constiparme», pensará mientras ve el partido desde el calor de su sofá. Y así, excusa tras excusa, los únicos que volverán a ocupar su lugar en el campo serán la lluvia, el hielo y la decepción.
Y así, lo que antes eran quince mil almas animando se ha convertido en ocho mil corazones fatigados. Ocho mil valientes que, semana tras semana, continúan enfrentándose a sus pesadillas con la esperanza de que alguna vez puedan dormir tranquilos.
«Que masoquistas», dirán algunos. «¡Están locos!», exclamarán otros. Nada más lejos de la realidad. Como decía Saramago ‘tenía que ser, amor’. Tenía que ser.