La definición del Leganés, ligada a su superioridad mental y táctica, derrumba a un Valladolid destinado a buscar, al menos, la dignidad

No es el título de una película de serie B alemana típica de las parrillas televisivas los fines de semana. Fue peor. Fue la caricatura, la minimización de un equipo. La aniquilación de una identidad: el rostro de la rendición.
El gesto de Miguel Ángel Portugal antes de subir al autobús después del partido rezumaba un agotamiento profundo, derrota. Transmitía que si por algo estaba soñando el Real Valladolid, ese algo se había esfumado para siempre. Era un rostro de pérdida, no sólo de derrota. Simbolizó la dura goleada, segunda consecutiva a domicilio, que encajan los blanquivioletas.
Todo salió mal en el choque entre un conjunto contraído por la presión y otro insaciable como un animal enjaulado que sólo busca libertad. El Leganés la buscó tanto que pronto la encontró, abriendo las alas, acordonadas en los anteriores cuatro partidos.
Aunque el Real Valladolid comenzó avisando, primero con un acercamiento por la izquierda de un desequilibrante Mojica y después con un disparo de Villar que repelió Serantes, los pepineros partían de un propulsor emocional mayor: junto a los suyos, a riesgo de que la historia les diera de lado, no podían fallar.
El técnico del Leganés, Asier Garitano, se valió de varias figuras nutridas de reivindicación: Omar, Sastre y Timor. El canario partió desde la banda derecha y los mediocentros conformaron el doble pivote. Los tres tuvieron algo claro: a los ataques veloces del Real Valladolid había que responderles de la misma manera, a tenor de la lentitud de Chica y Moyano.
De este modo, la contestación blanquiazul llegó desde la pierna zurda de Omar, que no dejó de marear a Chica durante todo el tiempo en que estuvo sobre el césped. Su centro milimétrico llegó a Guillermo para cabecear hacia el primer gol a los 15’. La desigualdad en el marcador, entonces, afectó gravemente a un Valladolid que, a partir de aquel golpe, empezó a ver el campo vertical, como una montaña demasiado ladeada como para escalarla sin arneses.
El Leganés, humildemente equipo, demostró una inteligencia para leer el contexto del choque y una cohesión propia de quien suele lograr los objetivos más lejanos. Después del gol, insistió en percutir por los flancos, donde Szymanowski impuso su velocidad a un Moyano desfondado y Omar su regate interior.
En respuesta del dominio pepinero, Tiba, que había iniciado como mediapunta, retrasó posiciones para ayudar en la salida de pelota porque la presión local había reducido la eficacia de su juego asociativo. Con todo, esta modificación táctica no ejerció ningún efecto en un Valladolid impedido que chocaba contra el techo de su propia calidad.
Al filo del descanso, Gabriel culminó otro movimiento desde la banda de Omar que arrojó aún más impotencia sobre unos jugadores perdidos. Doler les dolía porque sus piernas se movían más lentas que las del contrario mientras por su mente correteaba la frustración de no poseer argumentos para remontar.
Sastre y la nada
El fútbol, cuyo relato se ha construido sobre la paradoja y el capricho, tenía reservado al Real Valladolid otro acontecimiento añadido para terminar de nublarle aún más el sentido: un gol de Sastre. A los 5’ de la reanudación, el medio balear golpeó una falta cercana al área que se coló en el palo derecho de Kepa.
Un tercer tanto que disolvió, si aún había restos sólidos, cualquier prueba de vitalidad de los blanquivioletas.
Rendido, Miguel Ángel Portugal retiró a Álvaro Rubio, desapercibido como el resto de centrocampistas, e incluyó a Rodri para acompañar a Roger. El 4-4-2 sólo supuso una aglutinación de cifras cuestionadas por la intensa presión del Leganés en la fase inicial del juego pucelano.
Por fin, libres, los futbolistas de Asier Garitano persiguieron más el gol que estaba por venir que el recién logrado. Tal vez, en esas diferencias estriba la distancia en la clasificación.
La fase final de encuentro acogió a un Leganés más calmado con la pelota, protagonista de ciclos de posesión altos, y a un Valladolid que corría como si lo dirigieran los hilos de una gigantesca e invisible marioneta controlada por alguien con pocas ganas de seguir jugando. El gol de Szymanowski en el 84’ nació de un error comunicativo entre Kepa y los medios que en el momento de la entrega raseada del guardameta miraban al frente porque era lo que tenían delante.
La derrota vuelve a sumir a los blanquivioletas en un estado de inacción mental y futbolística justo en el preciso instante en el que debían aumentar pulsaciones para el esprín final. Ahora, lo afrontan de dos formas: los creyentes, rezando; y los ateos, a que pase… lo que Dios quiera.