El gol del delantero soriano sirve como madero para que el Real Valladolid se agarre y salve un punto ante un tímido Elche
Hace tiempo que la afición del Real Valladolid se tornó exigente, si es que algún día no lo fue. A su manera, dicho sea de paso. Se desangra en número, como si le pudiera el cólico que provoca sufrir callado. Bueno; callado a medias. Porque no calla del todo, en realidad, protesta, también, a su manera. Farfulla, como el padre que sabe que el del hijo no es el camino, y sin embargo le quiere.
Se habla a menudo de frialdad cuando lo que hay es más bien una tensa espera. Tensa porque no, el aficionado no calla, aunque quizá tampoco grite. Espera porque lleva años aguardando algo mejor, sabiendo, o no, que aquello quizá se quedó en el pasado.
Ser del Real Valladolid es saberse marinero en tierra; sufrir anhelando la mar, aquello que de verdad nos hacía felices. Es abrazar el arraigo como a la madera en el naufragio. Y lamentar haber varado, aun teniendo enfrente el horizonte. Es, en fin, no ser nunca feliz; cómo serlo tras haberlo perdido todo… salvo el amor a la mar.
No es fácil ser del Real Valladolid. Ver cómo la marea te devuelve vestido de algas, sin mayores alhajas. Cómo la zozobra aplaca siempre los ánimos de quien navega como si fuera el suyo un barco de papel. Ser del Real Valladolid es ser Jack Sparrow; raro, ingenioso, algo underground, incluso disparatado. Encontrarte sin navío ni amor, brújula en mano, que esta y el propio deseo marquen tu camino. Pero perseverar; siempre perseverar.
El partido ante el Elche fue de esos que dan buena cuenta de cómo es la afición blanquivioleta y lo difícil que puede llegar a formar parte de ella. Bajo la lluvia, intensísima por momentos, los de Miguel Ángel Portugal pudieron naufragar. Sin cuajar un gran encuentro, pero tampoco malo, debieron ganar, pero el desacierto de cara a puerta fue decisivo para que se quedara nada más que con un punto.
Y gracias. Porque el más fallón, hoy y siempre, fue la tabla de salvación cuando todo parecía estar perdido. Rodri, en las postrimerías del encuentro, hizo el tanto de un empate que sabe a poco. Porque no alcanza, no llega, no basta. El punto es un botín escaso que llevarse a la boca, y no ya porque exija la afición, también porque así es, porque ya valió, porque ya toca que los resultados mejoren.
El caso es que, decíamos, el Pucela debió ganar. Afrontó con sobriedad y serenidad la primera mitad, competida y competitiva. Vio que lo de tener el balón era una quimera, por el estado del césped y por la presión alta del Elche, y trató de buscar en largo a Juan Villar y a Alfaro, que corría al espacio que dejaba Rodri en sus continuas caídas a tres cuartos.
Fue profundo porque llegó, porque supo leer que el envite requería aquello, que no era día para cuidar la estética y sí para buscar la victoria. Un buen centro de Rodri a los veintidós minutos se convirtió en una volea de Villar con la izquierda que se perdió un tanto alejado del poste rival. El mismo Villar pudo marcar seis minutos después, pero Javi Jiménez lo evitó con un paradón.
Un centro de Chica se envenenó y dio en el larguero. Y Marcelo Silva tuvo también una ocasión, en un saque directo a pelota parada servido por Mario Hermoso al segundo palo. De nuevo faltó tino, como otros días, y sobró acierto del cancerbero enemigo. Por contra, en el primer periodo, el Elche buscó mucho y bien a Javi Espinosa e incordió con Álvaro y Sergio León, pero, timorato a pesar de que la presión elevada surtía efecto, se quedó en un repliegue medio que favorecía a los intereses locales.
En la reanudación, el Pucela volvió al pasto más decidido aún, con la firme intención de confirmar su batallador primer periodo, incluso bueno, desde un punto de vista competitivo. Creó más peligro si cabe, con sendas oportunidades de Rodri, de Villar y de Juanpe, la última, de nuevo desbaratada por Javi Jiménez, el mejor de los suyos.
Y entonces llegó el gol del Elche.
Álvaro Rubio, en plena salida, perdió un balón en las inmediaciones del centro del campo, todavía en el propio, y el Elche salió rápido a por la portería de Kepa. Sergio León puso el balón y Álvaro lo empujó a la red, poniendo así por delante a quien menos había querido. Otra vez, se puede recurrir a aquello manido de quien perdona paga. Pero es que sí, cuando uno juega tanto, lo normal es que al final…
No se percibió tras el tanto que los blanquivioletas tocaran a arrebato. Más bien siguieron como hasta entonces, lo cual provocó un hastío que hizo pensar en que otra vez tocaría perder. El cambio de Mojica no hizo subir el partido de revoluciones, quizá porque, por el agua, era día de jugar con el freno de mano echado. Solo Diego Rubio, entre pérdida de tiempo y pérdida de tiempo de los ilicitanos, buscó incordiar.
Un pase suyo puso a Juan Villar en situación de uno contra uno, pero, escorado, remató fuera. Pero el chileno insistió, y cuando el envite moría, cogió un rechazo cerca de la puerta rival y con inteligencia puso un balón al segundo palo, donde Javi Jiménez ya no llegó y Rodri envió el balón de un testarazo a la jaula.
Lo de perseverar, en esta ocasión, como pasa muchas, funcionó. Y le funcionó precisamente a quien seguramente más persevera, lo cual es digno de mención y de elogio contenido, aunque se le den mejor las piruetas que marcar goles. Con su cuarto tanto del curso, el soriano salvó un punto más que merecido, que parecía ya perdido.
Lo que no evitó fue que la afición volviera a marcharse con el morro torcido, farfullando como el padre que sabe que el del hijo no es el camino. Y sin embargo le quiere, aunque cada vez menos. Dicho desde el máximo respeto hacia los incondicionales, es inevitable pensar en que si tantos se han ido otros pueden hacerlo.
Para evitarlo, no habrá mayor remedio que encadenar victorias. Porque si es difícil ser del Real Valladolid, quizá sea por algo. Porque el sinsabor y la decepción no llegan solos. Por ello, por los que aún perseveran, han de luchar los de Miguel Ángel Portugal. La próxima vez, en Mallorca, el próximo domingo, en el cierre de la primera vuelta.