El Real Valladolid, un equipo de impulsos, vuelve a caer minado por la falta de porte anímico. Un factor que imposibilita la continuidad de sus mejores fases de juego
El Real Valladolid se encuentra frustrado y atado al miedo de no salir de donde está: el abismo. No transmite opciones de esperanza y apenas prolonga sus microestados de reacción dentro de un partido. No lima sus deficiencias mientras la lluvia cae y sigue empapándose.
Frente al Llagostera agrandó su ciclo horrible, que le ha llevado a encadenar cinco encuentros seguidos de liga sin conocer la victoria. Dos derrotas seguidas, la última enmarcada en un contexto de alto riesgo porque podía conllevar la caída a puestos de descenso, como así ha sucedido.
Garitano optó por una tibia vuelta a sus orígenes: dos puntas, dos mediocentros de corte mixto, juego exento de preciosismo y proclive a la acción ofensiva rápida. Terminar pronto la fase ofensiva pero hacerlo lo más cerca posible del área contraria.
Ocurrió que desde el primer minuto de encuentro ya se encontró por detrás en el marcador después de otro despiste defensivo de la zaga. Y tuvo que recomponer la idea y la mente. Paulatinamente, el Valladolid fue adueñándose de la pelota, también del partido. Generó varias oportunidades que invitaban a barruntar la igualada. Atesoraba fases de control de pelota elevadas, aunque las opciones más peligrosas comenzaron a llegar a través de la jugada de estrategia. Había reaccionado, aunque sin avasallar. En todo el curso sólo ha maniatado al contrario contra el Nàstic.
En su debe, el que contemplaba el Llagostera como principal déficit para explotar, se perpetuaba la debilidad defensiva en la transición tras pérdida de esférico. El Real Valladolid volvía lento y deslavazado: permitía que el contragolpe local creciera en cada metro recorrido y que el conjunto de Alsina fuera profundo cada vez que lanzaba un ataque rápido.
De la remontada a la agonía
Escarbando en los pocos trazos positivos de un Valladolid pintado en negro, los blanquivioletas saltaron al segundo tiempo impulsados por la necesidad, pero convencidos de poder revertir la situación. Ligaron los mejores minutos de fútbol, escenificados en el cambio de posición de Manu del Moral, quien pasó a desenvolverse por la banda derecha.
Frente a una defensa gerundense bastante débil, el jienense encontraba espacios para poder armar centros laterales como el que, envenenado, terminó en el gol del empate.
El Pucela se estableció en campo rival, controlaba el choque y dificultaba la progresión del Llagostera cuando cortaba los ciclos ofensivos visitantes, mientras continuaba sacando rédito del flanco derecho. Era un equipo revivido, animado, que se veía superior y sentía cerca lo que tanto añora: ganar.
Lo sentía cerca hasta que llegaron los cambios. El Llagostera, tras dar entrada a Benja y Emilio por Juanjo y Pitu, y después de la salida de Rodri y Guzmán por Diego Rubio y Mojica en el Pucela, equilibró las fuerzas y recobró al búsqueda de los errores individuales en la defensa pucelana.
Seguía confiando en el contragolpe como respuesta a los ataques más asociativos del Valladolid. Tanto que su reacción se basó en aumentar el ritmo para segar la red pucelana y ser vertical para dañar, de nuevo, la transición ataque-defensa del bloque de Garitano. De esta manera conquistó su segundo gol.
Como respuesta inmediata, el técnico vasco introdujo a Tiba por Timor, para que el luso adquiriera los mandos en creación y aportara más desequilibrio en conducción. Pero la reacción, en arreglo a lo que urgía al Real Valladolid, quedó condensada en una opción de gol de Villar. Y ya. A pesar de que los blanquivioletas contaban con minutos para, al menos, empatar, la agonía terminó por implantarse en cada decisión de los jugadores castellanos.
No hallan respuestas. Los impulsos para enfrentarse a las situaciones negativas de los partidos son eso, impulsos. La desconfianza en el juego ha medrado tanto que atemoriza cada gesto y ralentiza la comprensión de las variaciones tácticas. Y, sobre sus preocupaciones, la zona de descenso.