El Real Valladolid no se encuentra a sí mismo, ni a su modelo de juego. Lo que creía cercano, tras la derrota ante el Oviedo, parece más difuso. Y lo anhelado, más lejano

Gaizka Garitano es un hombre de palabras secas y directas, que se clavan como dardos en el interlocutor si la pregunta acaricia asuntos espinosos. Libera, de vez en cuando, una risa retórica y nerviosa, como el que tiene un problema y debe disimularlo. Su cubo de Rubik aparece como un artilugio indescifrable.
Algunas caras lucen más completas, con más cubículos pequeños del mismo color. Otras, en cambio, están inconclusas. Frustran los giros de muñeca de Gaizka para componer, aun como mal menor, varias caras monocromáticas. No lo consigue. La defensa blanquivioleta se proyectó, ante el Oviedo, en uno de los lados malogrados del cubo. Deforme, asimétrica, hacía de su incomprensión del partido un problema también para otras caras, otras líneas.
David Timor, autor de numerosos errores con pelota, se halló desconcentrado, incómodo junto a su pareja en el centro de la zaga: Marcelo Silva. El uruguayo, preso de dificultades para sacar la pelota jugada, no pudo tampoco encontrarse a un socio libre por delante. Un socio que debía ser Álvaro Rubio.
Al capitán blanquivioleta, junto a André Leão en la pareja de pivotes, lo ensombrecieron los mediocentros carbayones. Vila y Erice ganaban la pelota, auxiliados por un completísimo Susaeta que, desde el costado, ajustaba ventajas numéricas interiores para apagar la bombilla pucelana.
La otra cara amarga del cubo de Rubik. Solo cuando pudieron juntarse en el carril del ’10’ las figuras asociativas del Real Valladolid atrajeron rivales para liberar las bandas. Y, así, picar la profundidad que llevó el nombre de Juan Villar. Pero fueron ocasiones escasas, indeterminadas. Una, escenario del empate a uno.
No fue, aun así, el camino que decidió emprender el Valladolid. No insistió por el costado del exblanquivioleta Carlos Peña, donde la verticalidad de Villar podía suponer un acicate ofensivo para un equipo de latidos lentos. No leyó con sentido los espacios del Oviedo cuando estos conquistaban el esférico, ni cuando los locales se lo arrebataban. Esto último lo hicieron poco, sobre todo durante el primer tiempo.
El segundo tanto visitante cimentó su control hasta el descanso. Erice arrojaba la calma combinativa; Hervías, el regate interior que, habitualmente, desembocaba en falta; Susaeta no perdía ni un ápice de peligro con su golpeo de balón, mientras Toché y Linares hurgaban en la endeblez defensiva del Real Valladolid.
La muralla y el Quijote
Sin capacidad de imponerse en zona creativa, aquejados de inferioridad entre los centrales y los medios, Gaizka Garitano modificó tras el tiempo de descanso el esquema del Real Valladolid. Samuel, en sustitución de Rubio, ocupó la posición de centra. Esquema de tres centrales y dos carrileros.
Pedro Tiba, por Óscar, para galopar en conducción por dentro e irrumpir lo más rápido posible en campo del Oviedo. Por delante de los tres centrales –Timor, Samuel y Silva– se dibujaba una red de tres interiores y dos carrileros: Moyano y Ángel partían a la misma altura que Tiba, Leão y Del Moral. Y, arriba, Villar y Rodri.
La muralla y el Quijote, aunque más que muralla pareció un vallado con escaleras clavadas en el suelo para ayudar a cruzarlas. En fase defensiva, los blanquivioletas se ubicaban con cinco defensores, con Silva escoltado por el centro por Samuel y Timor. En salida estática, los laterales partían desde prácticamente la divisoria (-1-3-5-2). Y, para iniciar las labores organizativas, en lugar de ver a un Leão más cercano a los centrales, fue Tiba el que recogía la pelota para alejarla pronto del área de Julio.
La tomaba como si estuviera envuelta en un fuego que quemaba más cuanto más cerca se encontrara de los centrales pucelanos. La poseía para alejarla, conducirla con una velocidad incluso violenta, batiendo líneas cuando podía y recibiendo faltas cuando no. El portugués encarnó el único motivo diferente de un Valladolid discontinuo. A sus flancos Leão se sentía lento y Del Moral como un sol en su ocaso.
El gol, del debutante Ángel, llegó después de la combinación más prolongada del Real Valladolid. También, desde la banda de Moyano. Parecía que la igualada, casi sin sentirla, se traduciría en un vuelco de una situación que seguía en manos del Oviedo. El técnico carbayón, Sergio Egea, se percató de ello y trazó un cambio que produjo el efecto deseado: Koné por Linares. Y, acto seguido, Aguirre por Hervías.
Sobre todo fue el delantero marfileño el que condicionó los posteriores ataques ovetenses para encontrar el tercer gol. Los asturianos comenzaron a tocar más rápido, a incentivar las transiciones rápidas defensa-ataque. A buscarlo hacia la banda derecha, donde caía continuamente.
En la defensa de los ataques veloces, el Valladolid no se mostró solvente. Giraba lento y no achicaba a tiempo. No lo hizo con el gol desde fuera del área de Susaeta, definitivo. Ni apeló al arrojo, a la intensidad o a algunos de estos valores intangibles que suelen subrayarse cuando no hay de todo lo demás.
Gaizka Garitano, tras finalizar el partido, echó mano de su cubo de Rubik. Descubrió que los movimientos elegidos habían mezclado, todavía más, los colores en las caras del rompecabezas.