El Real Valladolid se muestra incapaz de vencer al Nàstic de Tarragona a pesar de ser superior en distintas fases y facetas del encuentro
Sobre estas líneas bien podría hablarse de que Real Valladolid mejoró su imagen pero fue inofensivo ante un Nàstic bien plantado y que jugó a llevarse al menos un punto de Zorrilla. Sin embargo, seguramente se caería en una injusticia, pues el Pucela sí atacó, sin provocar daño, del mismo modo que se viene de caer una obviedad justificable: probablemente nadie juegue a no puntuar, si bien se ha de reconocer que el Nàstic nunca rompió a jugar buscando el botín máximo en juego.
Allí donde hasta ahora los blanquivioletas se habían mostrado insípidos –en la media–, apareció Álvaro Rubio para poner en valor el sabor del Rioja. Y maridó mejor que Leão con Timor, básicamente porque lo hizo prácticamente todo bien.
El clínic que dio en la primera media hora debió haber obligado a los operarios del club a pedir a los jugadores del Nàstic que abonasen su entrada. Se incrustó entre los centrales con sumo acierto, supo tentar a su par para que le siguiera y así abrir espacios para alternativas en la salida o para hilvanar en una segunda fase y dio órdenes como quien, efectivamente, da lecciones; fue maniático, casi madre, a la hora de colocarlo todo.
No conforme con ello, no perdió un solo balón, y falló un único pase antes del periodo de asueto. Y lo que es más importante, tuvo tino cuando arriesgó y la jugó casi siempre al primer toque, lo que, todo uno, permitió que el Real Valladolid se moviera siempre un segundo más rápido que el rival, incapaz de anticipar sus movimientos. Total; que esos magistrales 45 minutos se acabaron convirtiendo también en algo digno de haber sido grabado y de ser mostrado a todo aquel que quiera dedicarse al oficio de mediocentro.
Lo malo es que su claridad no encontró parangón. Rodri mostró voluntad, Guzmán, desacierto, y Mojica, torpeza. Solo alguna chispa de Óscar amenazó con alumbrar el ataque, pero tampoco. Así, hubo alguna tímida ocasión por parte de los de Garitano, pero jamás esa timidez fue resuelta y tornada en valentía en forma de gol. La mayor inquietud para Reina, con todo, llegó con una acción a balón parado, con un remate de Marcelo Silva, enviado por el cancerbero catalán a córner.
Lo peor de todo es que el rival también jugaba, aunque en el primer tercio de encuentro no lo pareciera. De repente, Vicente Moreno cayó en la cuenta de que si daba la orden a uno de los suyos de ser sombra del ’18’, a lo mejor su juego se oscurecía. Y se oscureció.
En el último cuarto de hora de la primera mitad, el Real Valladolid se vio obligado a salir de su área con balones largos, y por lo tanto, más rudos que el fútbol aterciopelado que ofrecía Rubio. El marcaje sobre él, además, llegó acompañado de un paso adelante generalizado de los tarraconenses, que querían seguir siendo unidad, ya fuera su repliegue medio o su presión alta.
Emaná, anárquico entre la anarquía
Como el matizar sus dos líneas de cuatro le salió bien, el Nàstic siguió en la segunda parte jugando a eso. Y esto trajo anarquía al encuentro, porque entonces Rubio dejó de ser tan certero y nadie a su alrededor lo fue en demasía, ni en un bando ni en el otro. El dominio pasó a ser un anhelo difícil como el del asno de la fábula de Fedro, con una diferencia: aquí nadie se resignó a no tocar la lira.
La nota que tocó Moreno llevaba el nombre de Emaná. Con él intentó dominar, aunque, a decir verdad, tampoco él fue ducho; le sobró precipitación y le faltó pausa. No obstante, su sola presencia trajo la duda. ¿Sería capaz el Nàstic de ser dueño? Rotundamente no. Pero lo intentó, y desde luego, no se vio superado.
Aunque ya no es lo que era, el nigeriano mostró un arrojo que quiso ser despliegue físico, y en su forma de volar entre el centro del campo y la línea de tres cuartos aumentó la sensación de anarquía, peligrosa, puesto que cazó varios balones en las inmediaciones del área con los que trató, conato de latigazo mediante, de recordar al artillero que un día fue.
Garitano, mientras tanto, sabedor de que al fútbol se gana golpeando, introdujo a Diego Rubio y a Manu del Moral, que debutaba, y dibujó un 4-4-2 con el que ganaba presencia en el área y en sus inmediaciones. El objetivo primero, para llegar al gol, era el desequilibrio. Nunca llegó. La valentía no fue suficiente.
Esta afirmación última puede tener dos lecturas. Por un lado, la de quien escribe, que considera que si faltó algo no fue porque no se intentase; esto es, que se hizo cuanto se pudo, aunque no bastase.
Por otro, la de quién sabe cuánta gente que pensó –que los hubo– que Gaizka Garitano podría haber puesto aún más carne en el asador y, en lugar de dar entrada a André Leão, podría haber apostado más bien por Pedro Tiba (por citar el ejemplo más reclamado).
Sucede que atacar con más hombres no es necesariamente sinónimo de atacar mejor, y que, llegado ese punto, existía el riesgo de ser dañado en el intento ya frustrado de dañar. Porque así es el fútbol, caprichoso como un hijo único, y una derrota habría traído a la moral unas consecuencias nefastas.
No obstante, cuestión de pareceres. Y, en todo caso, es fútbol ficción. La realidad es que el Real Valladolid escogió reducir el margen que el caos otorga al azar y, sin renunciar a los tres, en cierto modo atar un punto. La certeza, que falta, pero que si hay un camino a seguir, quizá sea el marcado esta vez.
Hay que reconocerle al Nàstic «mérito» en la mejoría, porque no todos los enemigos dejarían fluir a Rubio como los de Vicente Moreno lo hicieron en el inicio. Pero quizá el crecimiento pase por diluir la plana sociedad que forman Timor y Leão. Aunque esta vez la mejoría fuera no dañina.