
La hinchada, poca (este curso) pero hinchada, no fingió con Rubi. Desde que los buenos resultados dejaron de ser la pastilla recetada para aliviar la desazón que amenazaba con irrumpir al exterior, una afición prematuramente decepcionada manifestó su controversia: no encontramos el alma, plasmada en una idea de juego, que se le presupone a una plantilla de, a priori, tal calidad.
A los pucelanos con Rubi —injustamente lo separamos del binomio técnico/plantilla— les sucedió como a los niños de los vídeos virales de Internet con las patatas envueltas en enormes cajas de regalos navideños. Lo consideraron un engaño y empezaron a llorar de forma desconsolada mientras el caprichoso fútbol se reía con la cámara del móvil en mano.
Lo que no advirtieron –también sería moderadamente injusto achacárselo a la grada– es que detrás del figurado e hilarante paquete de regalo se hallaban otros tantos, en cuyo interior aguardaban pequeñas bolsas repletas de tornillos, engranajes, placas metálicas, armaduras y ruedas
En el interior figuraba el trabajo denodado por conseguir que, en algún momento, todo casara y la máquina resultante comenzara a funcionar sin las averías que la mayoría hemos sufrido, alguna vez, con las caseras obras de arte de las clases de Tecnología.
El principal debe del entrenador catalán fue, incluso por encima de no haber sabido descifrar la hoja de instrucciones, carecer de la fuerza argumental y comunicativa suficiente como para convencer a la grada de que ‘no se podía hacer más con más’. De que tal vez se puede llegar a acariciar la felicidad jugando con un tubérculo en lugar de con una pelota.
Las expectativas generadas en la pretemporada fueron francamente altas. Abusivo sería, también, culpar a los medios de comunicación por haber dibujado en verano, con la ayuda en el trazo de Braulio Vázquez —único superviviente intacto del juicio público tras la eliminación— la mejor plantilla del campeonato, con la bética y la de la UD Las Palmas. Un grupo de jugadores que, incluso antes de la llegada de Hernán Pérez, no se resistía a las comparaciones con el plantel de Juan Ignacio en Primera.
La oleada de opiniones técnicas sobre las nuevas incorporaciones, ofrecidas tanto por el aficionado que había visionado varios highlights en YouTube como por el propio Braulio u otros ojeadores, empapó la arena seca de la tristeza por el descenso y renovó una fe sospechosamente volátil.
Y a veces ocurre que las ilusiones que sustituyen pronto el duelo esconden una ligereza que las hace frágiles para combatir la aparición del desencanto. Parecía imposible que esta constelación alineada para el ascenso por la vía láctea comportara tanta responsabilidad por los tropiezos que se producían. O por haber quedado para pequeños destellos del puedo ser y no soy.
Sin una respuesta contundente de Rubi de cara a la galería mediática, la hinchada empezó a presagiar que no poseía las actitudes para gobernar un reino colmado de talento, resumido en un vestuario. Que podía resultar un entrenador dócil, plegable, sin el carácter que tanto añora el Nuevo José Zorrilla, más favorable al sermón del ‘aunque perdamos cada semana el equipo le echa cojones’ e incrédulo frente al ‘resulta una lástima volver a perder porque el trabajo de la semana fue fantástico’.
Naturalmente, la afición blanquivioleta, cualquier afición, antepone la victoria a la manera en cómo se consigue. Aunque se pretendan imponer matices. Pero cuando no llega, se tiende a buscar el refugio en algún sitio y no quedar a la intemperie de lo indescifrable. No sólo se busca cobijo en cada gesto de irreductibilidad del futbolista sobre el césped, sino en la supremacía y el dominio del entrenador fuera de él.
Pero no sólo no encontró el Real Valladolid un modo perceptible de jugar durante la temporada. Tampoco los seguidores pucelanos vieron en Rubi al mariscal de mano dura y reproche a tiempo que anhelan como si fuera la parte que (les) falta. Al final, creyeron ver a un hombre reducido por las esperanzas de agosto; por una plantilla magnificada. Y lo redujeron a él. Hasta que ni el mismo Braulio pudo evitar despedirlo.
Y el resto de regalos sin abrir.