Me encuentro ante una de esas situaciones, pocas, en las que el ‘gran jefe’ me permite ponerme –un poco– sentimental. A pesar de ello, juro y perjuro que todo lo que diré a continuación es una verdad como un templo

Siempre he pensado que alguien ‘nace’ de un equipo, no se hace. ‘Nacer’, en ese sentido, lo entiendo por sentir, llevar dentro de ti a un club, y no tiene por qué ser desde niño, sino desde el momento en el que empiezas a sentir curiosidad por un deporte en específico. Tu club será el primero que te marque, ese por el que llegarás hasta el punto de llorar, de alegría o de rabia, gritar al televisor durante un partido, o tener un mal o buen día dependiendo de su actuación en esa jornada.
Mi momento de reflexión tiene un motivo, y es que a veces, una cosa que tenemos por verdad universal, puede cambiar de la noche a la mañana con situaciones que la vida va poniendo a tu paso. Hasta hace cuatro semanas y cinco partidos, exactamente un veintinueve de marzo, yo no había visto en mi vida un partido del Villa Simancas.
Estaba al tanto de su situación, de los partidos que jugaba, y también que los jugadores habían llegado a Tercera División defendiendo a muerte su escudo a pesar de no cobrar. Y admito que poco más.
Ni siquiera mi primer partido en Los Pinos fue expresamente por ver a los simanquinos, ya que les visitaba la Arandina y allí juega Ruba, jugador del Promesas hasta la temporada pasada. Mi primera aventura futbolística en Simancas se saldó con un cero a siete a favor de los de Aranda.
Y no sé qué era, pero había algo especial en los franjiblancos. Quizá fue que no bajaron los brazos a pesar de la goleada, señal de que no iban a rendirse tan fácilmente. Me gustan los equipos peleones, y aunque vieron su portería perforada hasta en siete ocasiones –sin contar los goles anulados– los de Diego Macón pelearon con uñas y dientes.
Y volví, sí. Me olvidé de los siete en contra, de que eran colistas y de que la temporada seguramente acabaría mal. Repetí. Fue con otra derrota, esta vez por cero a tres, ante el Becerril, uno de los equipos cuyo campo visité la temporada pasada con el Real Valladolid Promesas y que más impresionada me dejó por la presión que ejercían sus aficionados sobre el rival.
Me empecé a sentir como en casa. Era mi segundo partido y nada más entrar el hombre al que pedí un peto la primera vez –prometo que el siguiente partido le preguntaré su nombre–, me reconoció y me dijo «¿un peto, no?». Me sorprendió, la verdad.
Después llegó el derbi por excelencia del Grupo VIII de la Tercera División. O al menos, el derbi por excelencia de esta temporada. Un duelo entre Atlético Tordesillas y Villa de Simancas llamaba tanto la atención que para allá que nos fuimos tres redactores de Blanquivioletas, para que no quedara ningún detalle pendiente de contar.
Y, madre mía, qué partidazo. De esos que hacen que los amantes del fútbol acaben con una sonrisa en la cara a pesar del resultado. Acabé de los nervios; lo juro. La balanza se acabó decantando, en el último minuto, por el Torde, con uno de esos golpes inesperados que da el fútbol, o en este caso, un juvenil.
No me gusta esperar, nunca me ha gustado, y menos si se trata de alguna novedad que quieres seguir viviendo. Bendito sea el fútbol entre semana. Y no, no estoy hablando de algún partido de la Champions. Si soy sincera, he desconectado de la Primera División desde que no está mi Pucela.
Estaba nerviosa, como cuando era pequeña y me decían que tenían una sorpresa para mí. Nerviosa porque el Simancas jugaba ese mismo jueves. Llegué a Los Pinos, y no había entrado cuando Juan Carlos Marinas, presidente de honor, me saludaba con una sonrisa y me prometía que después, al acabar el partido, me invitaría a algo en el bar.
El hombre de los petos, el mismo que las dos anteriores veces, ya ni me preguntó. Me miró, levantó un dedo como diciendo «‘espera un segundo», y al segundo ya tenía mi peto amarillo fosforito. Después de una charleta con mi compañero ‘Kun’ –como llamamos a Sergio Sanz quienes le conocemos–, él se acabó subiendo para evitar el sol acompañado de su botella de agua, y yo me fui al que ya considero mi sitio.
En el descanso me senté en el banquillo, entre unas cuantas sudaderas, unas espinilleras y botellines de agua, estuve de charleta quince minutos con otro fotógrafo (de El Norte de Castilla) al que veo todos los partidos allí. Comenzaba la segunda parte y con un empate a cero en el marcador, esperaba ver –por fin– el primer (mi primer) gol del Simancas, pero no hubo suerte.
Nunca he visto un partido de rugby, pero sí he oído hablar del famoso ‘tercer tiempo’, y ese día viví algo seguramente muy parecido. Marinas cumplió, y nos invitó a Sergio y a mí a un bocadillo de panceta –muy rico, por cierto– y a una cerveza. Mi compi en cambio siguió con su inseparable botella de agua.
Ese día coincidió con el cumpleaños de Mateo, uno de los jugadores franjiblancos, que aprovechó la mañana para invitar a comer a sus compañeros. Se acercó a nosotros y nos invitó a comer de todo lo que había en la mesa, como si nos tratásemos de uno más. Cuando se marchó para seguir atento a si algo comenzaba a escasear, el Presi de Honor me dio un golpecito en el brazo y me dijo: «Pocas veces verás a un equipo en esta situación y con este ambiente tan bueno». Ahí estaba: el orgullo.
Foto: Rosa M. Martín
Ya fuera por el partido, o por el rato tan bueno que pasamos después, fue uno de esos días que te deja tan buen sabor de boca que esperas con ansia el siguiente. Por la tarde, mientras editaba las fotos del encuentro, y mientras hablaba sobre el partido con uno de los jugadores, surgió la siguiente conversación:
– Llevadme a Ávila.
– En el bus habrá sitio.
– Te lo estoy diciendo en serio.
– Y yo también.
Y qué queréis que os diga, me dio esa bendita locura propia de Blanquivioletas, y tras dos días de tensa espera, se confirmó que iba a realizar mi primer viaje para ver al Simancas. Os prometo que no podía con los nervios, y no sabía muy bien por qué. Experiencia nueva, tal vez. Iba a ver cómo funcionaba esto desde bien adentro, y en mis nervios había mezcla de ilusión e incertidumbre.
No voy a decir que fue algo irrepetible, porque si puedo –y si me aceptan– lo volveré a hacer en el último partido que les queda fuera. Con un «¿quién te crees que soy, la Dirección General de Tráfico?», un incidente con los peajes a la vuelta, unos bocadillos de salchichón, una granizada antes de empezar el partido, y muchas anécdotas contadas y por contar, volví de Ávila con una media sonrisa en la cara.
Tras acabar el partido con un empate a dos en el marcador –en el que ¡por fin! vi los primeros goles de los simanquinos– se confirmó el descenso matemático de categoría. Si os digo que el viaje de vuelta fue algo triste, estaría engañándoos. Juro que las personas que forman este equipo son increíbles.
Lejos de estar tristes, buscaron ser positivos, sacar las cosas buenas de una temporada que seguramente pocos se imaginaban que iban a vivir. A pesar de ser colistas, y de que las posibilidades eran ínfimas, antes de empezar el partido los padres hacían cálculos «por si acaso». «¿Cómo no confiar? Esto da muchas vueltas».
Se certificó el descenso, y con él llegó mi primera crónica sobre los franjiblancos. Mentiría si dijera que no me costó escribirla. Yo, que siempre he creído que de un equipo se nace, ya me sentía un poquito del Simancas. No, no lloré, pero seguramente sería capaz de gritar a un televisor si sus partidos se emitieran. Y sí, también celebré sus goles, aunque me tuve que limitar a una sonrisa y a confiar hasta el final.
Me quedo con una frase que pronunció en el viaje de vuelta uno de sus capitanes. «Los partidos que quedan los juego hasta cojo si hace falta, tengo que disfrutar de esta categoría el tiempo que nos queda en ella». No es un equipo, es una familia. Y ya no solo eso, sino que me hicieron sentir parte de ella. Por eso, solo he encontrado una manera de darles las gracias, y es esta. Volveremos.