El Real Valladolid se topó con la ingrata decepción propia del luchador frustrado. Aunque ganó algo que lo reforzará
Fíjense lo caprichoso del fútbol que, en una semana, el Real Valladolid ganó entre pinchazos de mal juego y empató en uno de sus mejores partidos de la temporada, escenario de un bombardeo ofensivo con sonidos de poste, de casi y de amenazas difuminadas, de lamento y frustración. De estar tan cerca de jugar como quiere y tan lejos de conseguir lo que anhela. Capricho.
Pero no sólo de paradojas está edificado el fútbol, aunque la tendencia gire en torno a un simplismo vestido de la peligrosa suerte. El fútbol se vertebra en estrategias militarmente deportivas que conforman la piel encargada de revestir el análisis. Esa piel, a veces impermeable, dificulta la crítica y la encaja en bloques argumentales tan rígidos que no dan lugar al matiz.
El Valladolid, a pesar de haber perdido dos puntos esenciales para aterrizar en Canarias en condiciones numéricas ventajosas y asaltar la segunda plaza, ha calmado en cierta medida a la zozobra de no haber encontrado, ya en la recta final, una estructura de juego clara. Trabajó no sólo con intensidad y voluntad, no sólo con fe y continuidad, sino también con un plan diáfano de control, posicionamiento alto en el campo y amplitud.
El Sabadell de Mandiá inició –y prosiguió- con una formación 1-4-1-4-1 en la que Yeray ejercía constantes vigilancias sobre Óscar González, Eguarás e Hidalgo buscaban el robo y Collantes, el protagonismo en la conducción. El Real Valladolid, asentado en un doble pivote André Leão-Rubio, se aferró al camino del dominio territorial para sumar ventajas tanto interiores como, sobre todo, exteriores.
Uno de los principales motivos por los que el Pucela podía, al fin, desarrollar su juego posicional se basaba en la frágil insistencia del Sabadell en el pressing sobre la salida local. Fue acaso reservado y se aculó demasiado, desde el principio. Y que esprintara Collantes para desestabilizar. El triángulo Hidalgo-Eguaras-Yeray tampoco se impuso a Rubio, al que apoyaba Hernán Pérez en la aceleración de los ataques, mediante movimientos interiores.
Se desencadenaron las ocasiones, se desencadenó Hernán.
El paraguayo exhibió tal dinamismo que fue líder en su banda, también por el carril central en determinadas ocasiones y en la firma de las oportunidades más cercanas al gol. Agarraba la pelota, se acomodaba el cuerpo para establecer entre él y los defensores un imaginario círculo de protección que lo acompañó durante todo el partido y rellenó los espacios de influencia que no aprovechaba Óscar González. Fino en el regate, vigoroso en la conducción, provocó que el flujo ofensivo más abundante brotara del costado derecho. En el contrario, Mojica se encontró, como es habitual, con más dificultades para desbordar a una defensa estática a la que el Valladolid no dejó de probar en todo el primer acto.
Erguido con diez
Arraigado en el convencimiento de que la línea en la que discurría era la adecuada para ganar, crecer y convencer-se, tras el descanso siguió igual. Observó facilidades para ser profundo ante un repliegue intensivo al que no se le advertían más puñales que Collantes. Álvaro Rubio recibía pases de cara a la portería, desplegaba su visión panorámica –cumplió un rol más móvil que el de André Leão- y encontraba espacios en las bandas para que Hernán y Mojica pudieran incidir y Roger culminar.
De repente, en un acto controvertido y necio –en el 63’-, Leão cometió una falta por detrás que le costó la tarjeta roja y obligó a redistribuir las posiciones en el campo para sostener la dinámica viva y alegre –que no eficaz- del Valladolid. Al contrario que en anteriores situaciones de inferioridad numérica, a los blanquivioletas la contrariedad les sirvió de estímulo para progresar.
Hasta el 70’, Rubio ejerció como único mediocentro pero, ante la progresiva disminución de presencia en franja ancha, el técnico de Vilassar restituyó el doble pivote con la entrada de Timor por Samuel –cambio simultáneo al de Túlio por Roger-. Así, pasó a un sistema de tres centrales, con Mojica como carrilero zurdo largo, y equilibró la desventaja sustantiva. El Pucela continuaba rompiendo por las alas, al son de un crecimiento en el partido de Mojica –más como carrilero que como extremo- y apenas disminuyó el ritmo hasta el último aliento.
La tensión por lo que se esfumaba se reflejaba en los rostros frustrados de los jugadores vallisoletanos, pero no llegó a viciar el ambiente del Nuevo José Zorrilla, complacido por haber visto a un equipo tan cerca de su esencia, aun tan lejos del anhelo.