Él sabía que ella estaría allí un día más. Sabía que, como él, nada más tenía que hacer con su vida que agotarla en perderla. Ella sabía que él vendría, nunca le ha visto en otro lado y piensa que en ningún otro lado encajaría.
Se vuelven a ver allí, en las rampas, otra tarde más. Hace ya frío, y cuatro porros liados con la misma destreza con la que pasan de boca en boca sirven para quemar el tiempo. Ella tiene los ojos más sinceros que él ha visto nunca. No se lo dice a nadie, pero cree que no puede existir un color más auténticamente inimaginable que el azul de los ojos de Nerea. Son dos cristales esculpidos en el cielo más radiante y despejado que jamás se formó sobre Valladolid y que, últimamente, lo miran a él casi constantemente, de forma vaga, imprecisa, vergonzosa, infantil… pero eso él no lo sabe.
Él no tiene de nada, a su madre en casa y a su padre vete a saber dónde. Tiene un pendiente que cuelga como lo hace él todas las tardes. Se la juega día tras día robando donde puede lo poco que puede para fumárselo todas las tardes.
Ella sabe que él partió su tabla, y como si de su salvación se tratara, desde entonces no hace más que hundirse. Una rata callejera que si hace falta roba lo que no tiene en casa para comprar lo que no debe con tal de que ella pegue una calada, con tal de que sus labios se unan, aunque a distinto compás, en el calor de un ‘tronco’… pero eso ella no lo sabe.
Estaban al lado de Zorrilla. Jonathan dejó de ir al fútbol con su padre cuando este dejó de ir por casa. Le guardaba un odio terrible al equipo que allí jugaba, era la diana de la frustración y la rabia contenida, el único recuerdo que no le hacía odiar a su padre, y no queriéndolo borrar, quería oscurecerlo tanto como le fuera posible. No le importaba qué llevarse por delante.
Sin embargo, Zorrilla se alzaba todas las tardes frente a él con la grandeza de algo tan efímeramente inexpugnable que le costaba reprimirse el dar una vuelta por los alrededores de una forma salvaje. Tampoco se planteaba el invertir el poco dinero que manejaba en volver a entrar allí: ni su pasado, ni su presente más viciado le permitían cambiar papel por otro papel que no sirviera para liar humo.
En cambio, a Nerea le atraía tantísimo aquello y tenía tantas ganas de acercarse e imaginar cómo sería la primera vez que pisara las entrañas abiertas de aquello, que siempre repetía el querer acercarse hasta allí. Jonathan, quien siempre estaba dispuesto a complacerla, tuvo a bien el ofrecerse para acompañarla hasta Zorrilla. Ya le importaba menos su padre.
Él iba mirando al suelo mientras caminaban por los alrededores del Estadio José Zorrilla. Tenía tanto miedo al estadio como a los ojos de Nerea, aunque tanto una cosa como la otra le llamaban la atención más que nada. Ella, que buscaba con la mirada cualquier resquicio para poder observar el césped, se fijó en el cromatismo blanquivioleta que formaban los asientos y dijo en voz alta:
— ¡No puede haber un color más bonito que el violeta! ¡Me encanta!
Jonathan alzó por fin la mirada tras más de veinte minutos mirándose los cordones de las playeras y, con una normalidad impropia en él, pudo decir:
— Si lo hay, y lo llevas tú en tus ojos. Es una pena que no puedas mirártelos ahora mismo.
Nerea, que se encontraba a espaldas de Jonathan, se giró tan pronto como le pareció haber escuchado lo que jamás hubiera imaginado en boca de Jonathan, y buscándole con la mirada y con las manos, frente a él, y en el instante más eterno de su vida dijo: – Lo que es una pena es que no me hayas dicho esto antes– y al instante, llevando el beso en sus palabras, probó unos labios tan mudos hasta aquel día como orgullosos a la hora de decir su nombre de aquí en adelante.
Otra vez la cuesta del día les enfilaba juntos, otra jornada más se agolpaba a golpe de ornamento en una vida marcada por no marcarse con nada. Sin embargo, esta vez no era igual a las anteriores, habían conocido el renacer por dentro; una jarra muy fría de néctar, lívido y ganas recorría sus cuerpos ya. Es el amor, o eso dicen, y como se les veía como a dos enamorados, asimilaron así su castigo y así lo exhibían, sin miedo a que así no fuera. Porque algo está claro: el amor se sufre cuando no lo es, cuando no está, pero menos cuando no se le espera. Es la vacuna contra la ceguera emocional: si no conozco ese remedio, prefiero la enfermedad.
Pero ellos estaban enfermos, coléricos en su felicidad. Y así, decidieron que no había cerca que oprimiera tal sentimiento. Mal camino es el que discurre por cerros sin cercos, donde la libertad se confunde con el libertinaje, y así Nerea y Jonathan creían que no había límite, porque así lo dictaban sus corazones, desbocados, únicos e imprecisos:
— ¡Amor! –dijo él– Vamos a quedar claro quién manda en ese puto estadio.
— ¿Pero qué dices? Siempre estás igual.
— No estoy igual desde que te besé allí, ya lo sabes. Quiero que quede claro. ¡Ven conmigo!
Jonathan era un malabarista de las artes urbanas. Profanaba fachadas con un desodorante de tinta anti sistema, una especie de prolongación de pasotismo vital, aunque esta vez quiso que, al menos, el spray no solo contuviera una inicial, sino dos.
El propósito de Jonathan no era otro que salpicar las paredes de Zorrilla con un infanticidio de un calibre similar a su maduración como persona. JYN. Tres iniciales en orden vertical circunscritas dentro de lo que debería tomarse como un corazón. Él empeñado y ella celosa de hacerlo, al fin y al cabo era mancillar su primer nido de amor, y para eso, ella no estaba preparada:
— No, jobar, de verdad, no lo hagas aquí, que es el estadio ‘Yona’.
— ¿Qué quieres? ¿Que no demuestre lo que te quiero? ¿Es eso? ¿Qué prefieres, ver mi nombre con el de otra? Calla y aprende, que este puto estadio no son más que cuatro jodidas paredes.
Y así era, con alguna pared más. Sin embargo, hay paredes que reciben un trato especial. Frente a la misma que esculpió su primer beso, Jonathan y Nerea veían como un corazón cerraba sus iniciales (JYN), y como parecía ser que nada estaba prohibido. Sin embargo, esa misma pared, muro de lamentaciones, debía estar vigilada porque había quien creía que sí albergaba algo importante. Unos lo llamaban sentimiento; otros, odio.
Cabe decir que era de noche, que llegó tan pronto para ellos como en este relato. Vestía de negro y se bajó de un coche. Traía garbo de pocos amigos, donaire de furia y locura. Las luces de farolas a medio alumbrar proyectaban ya su sombra en el corazón que parecía romperse con el paso de la luz velada. Ellos no se movieron, el miedo les hizo detenerse y cogidos de la mano creyeron no temer a nada.
— ¿Menudo listillo eres tú no? Vas a borrar eso con la lengua, niñato- dijo la sombra que resultó ser un empleado de seguridad privada que cuidaba los aledaños del estadio por la noche.
— Nadie me llama niñato, hijo de puta. Ni mi padre me llama eso a mí- contestó Jonathan.
— A mí sí que no me llama nadie hijo de puta, maldito crío de mierda.
El hombre de seguridad, grande, más enorme con la porra de la mano, no dudó. Como si del Cid se tratara, empuñó su arma y la golpeó contra las costillas de Jonathan, que nada más sucedió esto, calló al suelo. Un par de puntapiés para rematar antes de buscar su cartera, cogerle los datos y escupirle en la cara. Y Jonathan en el suelo, inmóvil. Pero más inmóvil aún estaba Nerea.
La escena, tan dura como el suelo que ahora besaba ‘Yona’, había dejado petrificada a Nerea, quien solo pudo apartarse cuando el hombre alzó el brazo con la porra en la mano. El resto fue una pausa en su vida. Unos segundos de dolor tan intenso que paralizó su cuerpo. No pudo hacer nada por su amor porque ni ella misma podía moverse. Todo era dolor, y las lágrimas no salieron hasta que el hombre de seguridad se marchó de la escena.
Por fin ella pudo reaccionar activada por el llanto. Jonathan seguía en el suelo. Se acercó hasta él, se apartó el pelo de la cara y, con la voz cortada (le salía a base de gemidos) dijo:
— ‘Yona’, por favor, dime que estás bien. ‘Yona’, contesta.
Jonathan acabó contestando. Tampoco los golpes fueron para tanto. En realidad, él es tan débil por fuera como por dentro. Dos puñetazos bien dados y siempre caía al suelo. Un flojo.
El paso del tiempo afianzó la relación entre Jonathan y Nerea. Dos balas perdidas tienden a encontrarse, en muchas ocasiones, para volver a ser disparadas. Este podía ser su caso. Los dos se habían dado cuenta de que eran lo único que tenían. El uno al otro y poco más. Jonathan seguía demostrando que era un débil, que así le hizo la vida, y cedía constantemente ante cualquier cosa que deseara Nerea. Total, no tenía nada que perder. Ella lo amaba con todas sus fuerzas, era obsesiva. Centro su vida en él. Sus ojos solo miraban en la dirección donde él estuviera.
Sin embargo, el último antojo de Nerea ponía a Jonathan entre la espada y la pared. El Real Valladolid había conseguido llegar a la última jornada de liga con serias opciones de ascenso. De hecho, solo tenía que ganar al Llagostera para ascender a Primera División. La ciudad había sido un hervidero de emoción durante la semana, y Nerea cayó, como casi todo Valladolid, en el influjo blanquivioleta. Había un problema, las entradas se iban a agotar casi con toda seguridad antes de la fecha del partido, y había que hacer cola durante una noche entera para conseguirlas. De eso, como de todo lo que quisiera Nerea, se encargaría Jonathan.
Era un cinco de junio de 2015. Él no lo sabía, pero estaba afrontando su propia vida. Esa fecha sería la bisagra que marcaría un antes y un después en su porvenir. Se pasó toda la noche en un saco de dormir haciendo cola para volver a donde nunca quiso volver con la persona con la que siempre iría. Estaba en una encrucijada en su vida, y la estaba viviendo tirado en el mismo sitio en el que le habían partido la cara no hace tanto. Ya no estaba el corazón que aquella noche pintó, pero no le hacía falta para saber que justamente la cola y el destino le habían deparado el mismo sitio. Otra vez, allí, en el suelo, meses después.
Se preguntaba qué había cambiado en su vida desde entonces. Nerea ya estaba, no tan inimaginablemente cerca como ahora, pero ya estaba. Y se dio más cuenta aún. Ya estaba entonces, en los peores momentos, desde un principio, ella ya estaba. No era el más avispado de la clase, nunca lo fue, pero se daba cuenta de ello. Aun así, ¿qué era lo que más había cambiado desde entonces?
No supo encontrar la respuesta antes de dormirse, pero al despertar encontró la solución: había vencido a sus miedos, había dejado su infantil coraza a un lado, había aprendido a querer y a perdonar. No quería saber nada de su equipo por culpa de su padre, que desapareció. Ahora que encontró a Nerea, tenía motivos para volver allí. El Pucela le había dado una segunda oportunidad en la vida por la que merecía la pena luchar e, incluso, dormir en el suelo una noche entera. Y por eso estaba allí, por eso, por Nerea. Por ello volvería a Zorrilla años después.
Y llegó el día. Años después, los dos recordarían los goles que dieron el ascenso al Real Valladolid con la misma emoción con la que recuerdan que aquel día sellaron su amor para siempre. Su primer beso fue fuera de Zorrilla, de la manera más inesperada posible, pero en adelante y para siempre, justo en el instante del pitido inicial del colegiado, el beso llegaría, aunque de forma más esperada y ya dentro de Zorrilla.
El amor a un equipo no es tan diferente al que se pueda tener por una persona. Siempre hay altibajos, siempre es duro, tu amante no siempre es el mejor y, a veces, no eres tú la mejor pareja. Pero, como Jonathan y Nerea se dijeron tras el pitido del árbitro y antes de fundir sus labios, unos labios ya de Primera: «Por los besos que nos quedan».