El Real Valladolid vuelve a los puestos de ascenso después de doblegar al Deportivo Alavés, con un gol de Álvaro Rubio y otro de Mojica

Foto: Real Valladolid
Ojalá el presente no fuera caduco. Ojalá ciertos momentos duraran para siempre. O ciertas personas. O ciertos jugadores. Ojalá… Ojalá fueras eterno, Álvaro Rubio.
El silencio de Zorrilla sonó a eso. A saudade, a echarle de menos cuando aún está vivo su fútbol. Fue curioso, porque no suele haber silencio en un estadio, ni cuando se decretan los minutos de ídem por algún motivo, por costumbre, triste. Y sin embargo, así recuerda este escribiente el momento previo al gol de Álvaro Rubio. Quizá, no porque de verdad hubiera silencio y melancolía, sino porque era lo que uno sentía. Ojalá fueras eterno, Álvaro Rubio…
Será difícil que se valore jamás lo suficiente a quien vino taciturno y, años después, así sigue, silencioso. Y es que así, callado, es Míster Silencio, aunque su fútbol grite «¡olé!» y pida a gritos ser guardado en un tarro con formol. Como esa esencia descatalogada que uno quiere conservar, como ese beso que nunca se debió dejar de dar o como esa carrera con papá detrás, repitiendo «ten cuidado, no te caigas», mientras tú quieres volar.
Es tanto Álvaro Rubio… pero nunca eterno. Por eso debe uno preservar en la retina su imagen, sus buenos encuentros. Como el que cuajó contra el Deportivo Alavés de su buen amigo Alberto y que el Real Valladolid ganó por dos goles a cero; el segundo de Mojica, suyo el primero.
En realidad, no es que fuera el partido algo especial; no si por especial entendemos digno de recordar en cuanto a juego; quizá, a lo sumo, por su gol. Pero fue suficiente; suficiente para que el Real Valladolid siga alzando el vuelo y retorne a los puestos de ascenso. Es precisamente así como sigue, yendo hacia arriba, y suma tres de tres creciendo, ganando y con la portería a cero.
Aunque el equipo tiene otra cara desde que asomó un tercer centrocampista en la pizarra, la falta de Leão llevó a Rubi de prescindir de él y apostar de nuevo por jugar con un ‘nueve’. Líquido, móvil, voluntarioso y profundo, Jonathan Pereira cumplió en su debut. Mezcló con Óscar, recibió más palos que centímetros tiene y, tras el desgaste, dejó su lugar a Sastre.
Para entonces, el Alavés había dado un paso adelante, que fue uno atrás o fueron dos cuando perdieron el balón, si es que alguna vez lo tuvieron. Una vez volvió el 4-3-3, volvió el control, el Pucela escondió el cuero y ‘El Glorioso’ nunca más lo vio. Solo quedaba la rúbrica, de Mojica, a una gran jugada combinativa, en la que Sastre se vistió de mago para servir al titular, a Óscar, que dejó en bandeja el gol a ‘El Correcaminos’.
Después, no hubo sufrimiento. No esta vez. El Alavés fue voluntad y nada más, y el Real Valladolid control. Fue Álvaro Rubio. Al menos por una tarde, eterno. Como deberían ser las vacaciones, los abuelos, las novias, los amigos, los trabajos, los besos. Fue fútbol, porque Rubio es fútbol. Fue silencio, como el que precedió a su gol.
No jugó el Real Valladolid su mejor encuentro. Tampoco el peor, ni mucho menos. Se ganó, y se extrañó, como se extraña un siempre que se sabe que no existe. Pero, ¿de qué vale extrañar? Todo existe mientras queramos que exista. Por eso, pese a todo lo anterior, Rubio es eterno. Al menos mientras dure.